(foto de Alberto Gil)
Mientras que hace hoy una semana muchos disfrutábais de un sábado de gloria con la sana resaca espiritual de las procesiones o la compañía de familiares y entornos conocidos, yo lo hacía descubriendo nuevos territorios, zascandileando, alimentándome con otra de mis grandes pasiones, ya lo sabéis: la de viajar.
Y es que junto a otros casi 60 ciegos y ciegas (con 8 perros guía) y guiados de unos monitores que nos hicieron fácil el estar, con su cariño y profesionalidad, conocí la Guipúzcoa oriental, con su San Sebastián, Idiazábal, Oyarzun, Fuenterrabía y San Juan de Luz.Todo un cúmulo de experiencias y sensaciones variadas y enriquecedoras:
Pisar la Historia en la capital donostiarra o al cruzar Hendaya, evocando batallas en La Brecha, la Belle Èpoque o el encuentro ferroviario entre Hitlery Franco.
Pasear por las playas escuchando un mar embravecido que te hace imaginar hazañas marineras y aventuras plagadas de peligros y héroes.
Conocer oficios con sabor a trabajo duro, esfuerzo sin medida y constancia: la pesca atunera de bajura, la minería tradicional y la fabricación de quesos.
Y experimentar la sensación increíble del poder de la naturaleza en El peine de los vientos en medio de la lluvia con sus sonidos intensos.
Ah, y eso sí, delitando el paladar con una gastronomía increíble a base de su exquisito pescado, sus legumbres, sus postres y sus caldos: alubias de Tolosa, marmitaco, merluza rellena de marisco o pantxineta, sidra y chacolí.
Fueron cuatro días intensos en los que, en un ambiente de compañerismo, de amistad sincera y humor, me enriquecí otra vez más con aprendizajes cultural, tradicional y emocional.
El capítulo de las anécdotas que fijan el viaje se llenó con ese paseo nocturno en busca del mar que da como resultado el que al preguntarles a unas chicas les dijera: “es que buscamos ver el reflejo de la luna sobre las olas” y las risas que ello provocó (un ciego que dice que quiere ver eso, vaya chalao), el que te emociones tocando maquetas de barcos o la de la iglesia de San Vicente y el cristo que en ella se exibe (imbuyéndote por un instante de recogimiento espiritual y agradecimiento a ese Jesús que con su pasión te ha redimido), el que sonrías imaginando las peripecias del ratón Izal en su museo del queso o que te atrevas a moverte por un barco al que, luego, para bajar de él, tengas que hacer toda una maniobra por aquello del movimiento marino con la bajamar.
¿Qué deciros? Uno se emociona otra vez más, estando allí, recorriendo parajes y paisajes, tocando lo que uno puede para hacerlo suyo, verlo, aprendiendo, estando, haciendo más que viendo.
Que sí, que ir tanta gente tiene sus handicaps, que prefiero viajar más tranquilo, escuchar mejor, hacerlo incluso por mí mismo sin tanta planificación pero bueno, ahí estuvimos.
Te quedan ganas de volver, de hacerlo con mayor tranquilidad e intimidad. Haber podido pisar la arena de ese mar tempestuoso, recorrer las calles de Fuenterrabía en silencio, sintiendo mejor, enterándote mejor, deteniéndote en rincones que te hagan percibir mejor.
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