domingo, 18 de diciembre de 2011

La mujer que cantaba canciones tristes


Buenas noches:

Acaban, con ésta, las entregas cuentistas con las que cada domingo os saludo, al menos por este año. Gracias por estimularme a crearlas porque sé que las esperáis con tanta benevolencia que no os puedo fallar.

Ojalá que durante 2012 pueda seguir compartiendo más cuentos y que los apreciéis con el mismo cariño y agrado. Que sea digno de vuestra atención siempre tan fiel.

Un fuerte y apretado abrazo de gratitud por ello y por tantísimo más.

Un brindis por la imaginación y por la ilusión.

Gracias siempre.

Una mujer sube, como cada mañana, al vagón de Metro en que normalmente voy a trabajar. Yo qué sé cómo será su aspecto físico o su forma de vestir. Sólo sé que se acompaña de un pequeño órgano electrónico y que canta con sentimiento canciones tristes a cambio de unas monedas.

Supongo que muchos se sentirán molestos ante su presencia, imbuidos como van en su mundo de oídos, vendados con auriculares, que suenan a deseos de aislamiento o con sus lecturas. ¡estamos tan hartos de pedigüeños y profesionales del limosneo! ¡Qué poco nos importan!

Yo, a mi vez, he vuelto a detener, como así lo hago cada vez que me la encuentro, la trama del audiolibro con el que entretengo mi diario viaje para escucharla. No puedo evitar que me subyuguen sus melodías y lo rasgado de su voz. ¿Cómo resistirme a entregarle algún dinero? ¡Me parece tan poco lo que le doy como recompensa a su talento! ¿Y si le sonrío? Tal vez eso le resulte más reconfortante, que difiera de los donativos habituales.

Otro año estamos inmersos en las fiestas. ¿Habrá también, para ella, Navidad? Yo qué sé. Y el caso es que cuando le he tendido mi mano para ofrecerle mi mísero premio, he detectado un calor diferente en su palabra de agradecimiento y hasta me ha parecido notar un tenue roce de su mano en la mía.

-¿Cómo te llamas? Es que cantas tan bien.

-Me llamo Katia. Gracias.

-Cantas muy bien, pero es tan triste lo que cantas…

-¿Triste? No sé. Es lo que siento.

-¿Te bajas ya?

-Claro, necesito continuar mi camino.

-Tienes una voz muy bonita, con un acento diferente. ¿De dónde eres?

Siento que se marcha. ¿No me dirá nada más?

-Vengo de muy lejos, del Este, del país de las montañas y los bosques.

-¿Qué lugar es…?

Las puertas del vagón se han cerrado. Tal vez mañana quiera decirme algo más explícito.

Pero el mañana llega y ella no aparece. Ni tampoco pasado ni al otro.

Yo he fantaseado con que, a lo mejor, habrá encontrado un trabajo mejor o incluso con que habrá descubierto la oportunidad de ser, al fin, feliz, de que pueda mudar su música melancólica en tonadas alegres.

Pienso en cómo vivirá en esta ciudad, a veces, tan hostil, tan fría, en lo que dejaría en su pueblo, porque será de un pueblecito de cuento, en los seres que la echarán de menos, en sus sueños, en sus ilusiones.

Me imagino que, quizá, en su casa habrá puesto un pequeño belén porque si, ella también cree que Dios viene para iluminar nuestras vidas.

Y sí, estoy seguro de ello, también recibirá un regalito sorpresa en forma de osito de peluche que dará calor a su espíritu y mitigará la gelidez de su soledad.

¿Qué habrá sido de ella? ¿Le habrá sucedido algo?

Es sábado por la tarde. He quedado, a mi pesar, en una céntrica plaza repleta de ambientes y puestos que anuncian magia, Navidad. Digo que he quedado a mi pesar porque sé que va a estar de bote en bote y para mí es un agobio moverme por entornos masificados. Es que me desoriento y no es cuestión de ir dando palotazos de ciego cual apisonadora o equino de Atila.

Ya estoy cerca de la cita. Ya se oye el barullo de gentes que deambulan, de campanillas y villancicos, de bolsas de plástico, de compras.

Al doblar la penúltima esquina, oigo una voz que requiere atención. Pocos deben pararse ante la ingente multitud de reclamos que nos abordan por aquí y por allá. Yo también estoy a punto de ignorarla, pero algo me anima a escuchar. ¿Por qué? Si tanta prisa tengo, hace frío y estoy deseando llegar a la cafetería donde me esperan?

-¡Papá Noel, Papá Noel! ¡Venid, Papá Noel está aquí!

A alguien escucho decir que qué tontería es ésa, si ni es Nochebuena aún ni quien así se proclama tiene su pinta.

Está en un lugar discreto, casi escondido, paso a su lado, intuyo que debo detenerme, atender. Me giro.

-Hola, para ti también tengo un obsequio.

-¿Para mí? ¿Qué va a haber para un cegatón como yo?

A que es algún trasto inútil que no me servirá para nada y encima querrá que le dé dinero, otro más de tantos. En fin.

-Ten, es un disco. Un disco especial. En él se contiene una dedicatoria y la realización de un sueño. Es para ti, alguien quiere que lo aceptes. Escúchalo, guárdalo, atesóralo.

Qué será? Ya estoy ansioso de volver a casa para averiguarlo. Vaaya, lo meto en el bolsillo del abrigo y siento que algo ha cambiado. Llego enseguida, mi gente me saluda con afecto, me hacen hueco, charlamos, reímos, les cuento, me cuentan, disfrutamos. Pronto es la hora de volver, de desvelar el misterio.

¿Quién cantará en ese disco? Chan chan chanchán.

¡Es Katia! Tras un aluvión de aplausos y acordes de violines y trompetas habla:

-…Y para alguien especial. Para el señor aquél que cada mañana, cuando yo cantaba canciones tristes me regalaba su sonrisa de luz. Para aquel señor que, apoyado en su bastón blanco,me escuchó siempre.

La música de Puccini suena, es una ópera y ella canta, es la protagonista. Y parece que el escenario podría ser un gran teatro. ¡Qué portento! ¡Qué ilusión! Y, encima, acordarse de mí.

Mientras la noche invernal cae sobre mi derredor, una lagrimilla cálida quiere besar mi mejilla al tiempo que mi alma desea, sabe que lo logrará, mandarle su más emocionada señal de gozo.

Ahora sí que es verdad. Mientras Katia continúe envolviendo mi sala de estar con su voz, sabré que sí, ¡es Navidad!

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