domingo, 7 de agosto de 2011

¡Las zapatillas! ¡Las zapatillas!

Con mi sincero reconocimiento a todas esas personas que alivian, con su trabajo y buen hacer, el dolor de quienes se encuentran enfermos.
Feliz semana agosteña.

Una enfermera de las buenas se acercó al entubado lecho del dolor para curarle la herida y cambiarle el vendaje a Ramón.
Desde la lejanía, ella había querido ser quien le curase, se lo había propuesto como reto, como una prueba a su vocación. Y lo quiso porque fue testigo de cómo había sucedido todo.
Una anciana fue a cruzar la calle para ir en pos de su gato Pisto justo en el instante en que apareció el camión de mudanzas. Ramón saltó sin dudarlo para abrazarse a la buena mujer y salvarla.
Clara le tomó la temperatura. Del bolsillo de su bata blanca extrajo el termómetro. Acarició su frente y sintió que el calor continuaba. ¿Sería posible que no le hubiese bajado aún la infección?
Ramón no sintió nada. Sólo se dejó llevar por el impulso de arrastrar a la anciana. Los días habían pasado aunque él no lo hubiese percibido.
Clara, desde la acera, lanzó un grito. Pensó que aquel hombre intrépido, habría muerto arrollado por un loco conductor que ni siquiera se detuvo. Se acercó a la calzada y, con alivio, comprobó que estaba equivocada, que aún vivía. Rápidamente se impuso su profesionalidad y actuó. Lo trasladaron al hospital más cercano y, desde entonces, no había dejado de preocuparse por el desconocido héroe.
La señora Clotilde, con su Pisto, había venido a visitarle cada tarde, faltaría más. Que ella era bien nacida, y por eso, y porque salvó a su compañero, era agradecida.
Pero Ramón permanecía dormido. El impacto le había provocado una fuerte contusión cerebral que le mantenía inconsciente. Las únicas palabras que alcanzaba a balbucir eran apenas ininteligibles, aunque Clara, cuando le oía, parecía entender que su obsesión tenía que ver con una zapatilla o algo así.
También se habían personado en aquella Unidad de Cuidados Intensivos, la esposa, María, y una niñita que debía de ser la hija, una niña tímida y callada que miraba al enfermo con sus ojitos de hada.
Al cabo, el doctor, anunció que el enfermo no tardaría en despertar pero que no podía asegurar que cuando lo hiciese, no manifestara alguna secuela. A las mujeres que le habían venido velando, esto no les importó. Sólo querían volver a tenerle y abrazarle, cada cual por sus motivos particulares: una anciana con su gato, una enfermera inmaculadamente ataviada de bata blanca y calidez en el trato, una esposa entregada con devoción y una niña en cuyo mundo todavía no se contemplan las pérdidas.
Y un domingo por la mañana, ramón dijo que tenía sed y que dónde estaba, que tenía que ir en busca de las zapatillas marrones para su hija, que se las tenían guardadas porque eran las últimas que quedaban en la zapatería Cenicienta, que cuando se las pusiera se encenderían lucecitas y que la harían saber lo mucho que era querida por su generosidad.
Hizo amagos de levantarse para salir corriendo, mas Clara le detuvo y le explicó todo. Pero que estuviese tranquilo, que ella le traería algo mejor para cuando viniese la niña.
Ramón se estremeció, empezó a recordar.
-¿Mereció, al menos,la pena mi acción?
-Ya lo creo. Usted mismo podrá comprobarlo.
Eran las ocho de la tarde, la hora de las visitas. La noticia entre las mujeres de Ramón había corrido veloz, comunicada por una alborozada Clara.
Las cuatro, reunidas en torno al héroe sonreían felices, se quitaban la palabra las unas a las otras, pero la más contenta era Lola, la niña que abrazaba, en su pecho, un felino al que ya había adoptado como suyo. Y es que Clotilde se lo había regalado. No eran unas zapatillas pero sí sería su fiel compañero y protector. Pero aún hubo más: la zapatera de la Cenicienta entró, no con el mentado calzado, sino con unos zapatos de regalo para Ramón, unos zapatos que _le dijeron_ le llevarían siempre hacia el lugar de la felicidad.
El timbre del hospital anunció el final de la hora de visitas. El silencio volvió a apoderarse de la UCI pero, no sin antes, de que Clara, feliz, le dedicase a Ramón una sonrisa plena y una caricia de ángel.
Y esta vez sí, Ramón, supo que sí mereció la pena su acción impulsiva de ayudar a aquella anónima anciana. Y se durmió, pero lo hizo en paz, sin angustias ni necesidad de somníferos.

2 comentarios:

Susi DelaTorre dijo...

Un cuento lleno de ternura y cariño incondicional !


Te envío mi fuerte abrazo , Alberto !
Buen verano, amigo.

amelche dijo...

Me hiciste llorar cuando leí esto en mi correo el domingo.

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