miércoles, 3 de agosto de 2016

Bulgaria: la encrucijada olvidada



Bulgaria: la encrucijada olvidada

2016 me lleva a un país desconocido para muchos, pero muy atractivo en realidad. Un país como Bulgaria, lugar de paso desde los albores de la Historia, si bien atrapado tradicionalmente entre dos imperios: el otomano y el ruso.
Cuando me ofrecieron la oportunidad de descubrirlo a través de mi viaje anual al extranjero, no dudé en que las espectativas de aprender y disfrutar se verían plenamente cumplidas.
Recordé, entonces, las palabras de Elias Canetti (1905-1994), que recibiera el Premio Nobel de Literatura en 1981 y que, aunque sus obras estén escritas en alemán, nació en Bulgaria: "No se puede odiar a nadie al que se ha visto dormir." No sé, me parece algo muy hermoso.
Así que me preparé para aprender algo de ese país.
Supe que tiene una extensión de poco más de 110.000
km²,y algo menos de 7.5 millones de habitantes, que linda con Rumania, al Norte; con Serbia y Macedonia, al Oeste; y con Grecia y Turquía, al Sur; mientras que al Este es el mar Negro su frontera. Que tiene una gran diversidad geográfica, desde los picos nevados en la cordillera de los Balcanes o en las montañas Pirin, hasta las cálidas costas orientales del mar Negro. O que es allí donde se encontraba la Tracia previa a los romanos y que es en Bulgaria donde se creó el alfabeto cirílico allá por el siglo IX por los santos Cirilo y Metodio.
 A este país llegamos a mediodía del 26 de julio. Aterrizamos en el aeropuerto Vrazhdebna donde nos esperaban para trasladarnos al hotel, justo enfrente del parlamento y la catedral Alexander Nevsky.
Una vez instalados, como es propio, dimos un primer paseo por los alrededores que nos llevaría a las iglesias rusa de san Nicolás y a la ortodoxa de san Jorge, la más antigua de la ciudad, en esta última tuvimos ocasión de asistir a una emocionante ceremonia en la que, semejante al gregoriano, los oficiantes recitaban los textos cantándolos, fuimos bendecidos por uno de ellos y vimos cómo se movían entrando y saliendo del iconostasio, especie de panel de madera pintado con iconos que separa el altar del resto de la iglesia; a unas ruinas de la Serdica romana tras atravesar la sede del Ministerio de Educación. Después de recorrerlas sin que nadie nos pusiera pega alguna, tocando incluso, columnas truncadas y salas distintas; dirigimos nuestros pasos a la plaza Sveta-Nedelya y el bulevar Vitosha. La primera impresión no podía ser más favorable: anchas avenidas y plazas, jalonadas de parques y zonas ajardinadas, fuentes y pasos subterráneos a modo de galerías comerciales.
    Tan a gusto estábamos que no pudimos hacer otra cosa que buscar una terracita para tomarnos un refrigerio. De los bares que por allí había, Alfonso sugirió a Paloma, el Happy Bar & Grill, un lugar muy agradable y, por cierto, que las camareras lucían unas minifaldas que robaban la vista, claro, a quien la tenga, que yo… nada de nada. Sufrido cieguito con su cerveza y nada más. Claro, y de ahí a cenar algo, que llevábamos todo el día de acá para allá, aeropuertos mediante. Y eso que los de LZB, la compañía aérea que nos llevó, tuvieron a bien obsequiarnos con un bocadillo, bien que algo chicloso y café. Así que a buscar otra terraza, qué temeridad. Casi no habíamos empezado a darle al diente cuando cayó un aguacero que para qué contarte, tan hermoso como las camareras minifalderas. Y nosotros sin paraguas, y sin otra opción que ir al hotel en taxi, por cerca que estuviéramos de él. A ver cómo cogemos, no uno, si no dos taxis y les indicamos en búlgaro dónde nos han de llevar. Bueno, no sé, el caso, es que pillamos uno al azar y en él que nos metimos los cinco, aún no sé cómo, lo mismo que tampoco sé cómo se entendió Alfonso con el generoso conductor. Total, que ya estábamos a resguardo en el hotel. Y mientras nos ubicábamos en la habitación y organizábamos el equipaje, quise recoger en una fotito lo que quiera que se veía desde la ventana de la habitación para compartir lo que yo tenía delante pero no veía: parece que una bonita estampa que reflejaba la luz de las farolas en el suelo mojado y la catedral iluminada. Hasta dijeron que era bonita y todo.
Al día siguiente, una vez saciados en exceso a cuenta del desayuno, nos recogió Silvia, la guía que nos acompañaría al monasterio de Rila y a Plovdiv durante dos intensas jornadas.
A 120 kms. De Sofia, en dirección a la griega Tesalónica se encuentra el monasterio de Rila que fuera fundado en la primera mitad del siglo X. Su historia está directamente relacionada con el primer ermitaño búlgaro San Juan de Rila (Iván Rilska), que se estableció en la zona y se dedicó al ayuno y la oración. El sitio original del monasterio estaba cerca de la cueva que el santo escogió como residencia. Después de su muerte en 946, San Juan de Rila fue enterrado en la cueva en la que buscaba su aislamiento. A través de los siglos el monasterio fue un centro espiritual, educativo y cultural de Bulgaria. Con su forma actual, el Monasterio de Rila data del siglo XIX, y la única parte del siglo XX es el ala este. El edificio más antiguo del claustro es la Torre Jreliyova, que fue construida en el siglo XIV (1335). La torre fue la fortaleza del monasterio, y también vivienda de los monjes en tiempos de guerra. Toda la zona del monasterio, incluidos los edificios de la iglesia, los residenciales y los agrícolas, se extienden sobre una superficie de 8800 metros. Murallas de piedra de 22 metros de alto rodean el amplio patio, el templo de "Rozhdestvo Bogorodichno”, la Torre Jreliyova, el museo, los edificios residenciales y los agrícolas. Consta de alrededor de 300 salas, 100 de las cuales son celdas monásticas.
La exposición del museo incluye ejemplos del arte búlgaro y extranjero durante el periodo de los siglos XIV-XIX. La pieza más valiosa es una cruz de madera con una exquisita talla en miniatura, hecha por el Padre Rafael. El maestro tallador de madera llevaba trabajando durante muchos años sobre ella, utilizando las mejores herramientas y cinceles, y la terminó en 1802, cuando quedó cegado por el duro trabajo en esta obra maestra. En ella se representan 36 escenas bíblicas, 18 a cada lado de la cruz, y más de 600 figuras en miniatura.
Impresiona el entorno, el silencio entre las montañas, la profusión de iconos que envuelven al visitante en un ambiente de recogimiento y espiritualidad. Silvia nos los fue describiendo, imaginé al creador de la cruz, dejándose los ojos en una obra increíble, dimos un paseo por el claustro, casi desierto de turistas, nos sorprendimos con la paradójica imagen de un sacerdote ortodoxo tradicional, con su larga barba y su gorro, pero que ha sucumbido a la modernidad del teléfono móvil. Parece ser que llamaba la atención por su altura, por su atuendo y lo extraño de verle con el móvil.
  De regreso a Sofia, paramos a comer en un restaurante bien pintoresco, junto al río Rilska. Apenas si había nadie por lo que pudimos degustar la sencilla, pero rica comida: ensalada de tomate con queso y, algunos trucha de río, y otros una especie de salchichas o rollitos de carne picada para terminar con un postre a base de yohgurt helado con frutos del bosque. Fue fantástico.
La tarde la reservamos para visitar a pie los principales enclaves de la capital de los que me quedo con la inmensa catedral con capacidad para 5000 personas, las fuentes termales, junto a la mezquita Banya Bashi,, que manan agua caliente de manera natural, la sinagoga sefardí, los puentes de los Leones y las Águilas, el Teatro Nacional Ivan Vazov, el monumento a Vasil Levski, luchador por la liberación de Bulgaria en el siglo XIX del imperio otomano o la gran estatua de Santa Sofía y, cómo no, alguno de sus parques como el Jardín Boris.
Al día siguiente, tocaba conocer Plodvid, la ciudad más antigua de Europa con una edad de 6000 años. Una ciudad, construida sobre colinas a modo de Roma junto al río Maritsa en el valle de Tracia. Durante la antigüedad los tracios habitaron el territorio entre las tres colinas y construyeron un asentamiento fortificado que fue la ciudad más grande de Tracia. En el siglo IV a.C. Plovdiv fue conquistada por Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Él le dio uno de sus muchos nombres, Philippopolis, y la rodeó de gruesas murallas. Más tarde los tracios la reconquistaron, pero después de una serie de batallas en el siglo I, la ciudad cayó en el territorio del Imperio Romano. Durante el siglo II, Plovdiv (entonces llamado Trimontium) fue residencia de Trajano y un importante centro regional. Estuvo en pleno auge y había actividades a gran escala de construcción de edificios e instalaciones y de carreteras. De aquella época quedan muchos restos bien conservados de una ciudad próspera: calles empedradas, murallas, edificios, abastecimiento de agua y alcantarillado. Trimontium creció tanto que trascendió los muros fortificados y eso impuso la construcción de otros nuevos. Muchas de las partes de la ciudad se situaron no en la colina, sino a sus pies.
 Los ejércitos otomanos conquistaron Plovdiv en 1364, dándole una nueva orientación de desarrollo. La arquitectura bizantina fue sustituida por un tipo completamente diferente de construcción, de características típicas orientales. El nuevo nombre que recibió la ciudad fue Filibé.
 Durante el Renacimiento, fue un importante centro económico. En la ciudad residían muchas personas adineradas y educadas que viajaban por toda Europa. De sus viajes ellas traían no solo los bienes exóticos, sino también las nuevas corrientes culturales. Los ricos comerciantes de Plovdiv mostraban su bienestar mediante la construcción de casas hermosas, ricamente ornamentadas, que se convirtieron en el emblema de la Ciudad Antigua. Fue también un importante centro cultural y tuvo una importante contribución en el despertar del espíritu búlgaro.
Me impresionó pisar semejante territorio, saber que allí la Historia era protagonista. Cierto que pasear por las calles empedradas y ascender a sus colinas resultó fatigoso, pero sin duda que mereció la pena. Me traigo la visita a una de las casas de rico comerciante de sedas, la contemplación del teatro romano y el saber que allí se recuperó de la enfermedad que contrajera en su viaje del Transiberiano el escritor Alphonse de
Lamartine y un par de curiosas esculturas que pudimos tocar: la del chismoso que se toca la oreja con la mano y que representa a un personaje real al que la gente siempre le preguntaba pues estaba al tanto de la vida y milagros de la ciudad y la de un violinista muy bien caracterizado.
De vuelta nos detuvimos a visitar la bodega de vino Julia en la que degustamos una cata de un blanco afrutado y un par de tintos a base de uvas pinot y mavrud. Cata que acompañamos con un queso muy rico y un salchichón típico cuyo nombre es lukanka. 
, Lo que quedaba de viaje, el viernes y sábado, lo dedicamos a pasear por Sofia, incluso cogimos el Metro, que nos sorprendió por su modernidad. Callejeamos hasta el monumento al ejército soviético, una mole que representa a un soldado, fusil en mano, dominando a los “pobrecitos” (entre comillas) búlgaros y que es objeto de disputas entre los nostálgicos de la época comunista y los nacionalistas o el monumento al Trabi, el coche del pueblo, hecho a base de fenoplast, un material creado con resina fenólica, algodón y serrín.
Silvia, la guía, además de contarnos todo esto nos relató su experiencia de la vida en tiempos del comunismo, algo que también me impresionó de manera notable: hija de un ingeniero y una traductora, escuchó de labios de su abuela cómo resultó herida en el atentado de 1925 en la iglesia de Sveta-Nedelya, cómo de niña correteaba por el patio de la casa familiar mientras el ambiente estaba impregnado de hortalizas naturales y cómo de adulta sufrió la escasez de alimentos tras la caída del régimen en 1990 haciendo colas interminables para conseguir un poco de queso o una botella de leche.
Así transcurrieron esos cinco intensos días en los que mis sensaciones se enriquecieron con un entorno relajado por el escaso bullicio que se escuchaba, tan alejado del habitual de otros destinos turísticos, con el sonido del agua por doquier y el de las voces de sus habitantes, mezcla de eslavo, turco y griego, sabores mediterráneos de ensaladas y productos lácteos ricos ricos, texturas de piedras milenarias y árboles centenarios que me llenaron de energía, ytolerancia religiosa que ojalá fuera ejemplo seguido frente a los fanatismos que tanto parecen imperar hoy día. La accesibilidad también tuvo su cuota de protagonismo, ya que los semáforos son acústicos y se verbalizan las paradas en el Metro.
Bulgaria, encrucijada olvidada, deja en mí un poso dulce y con ganas de regresar. Sí, regresar para seguir descubriéndola y conocer su majestuoso Valle de las Rosas, sus montañas y bosques, su acogedora hospitalidad. Puede que regrese, quién sabe. Entonces el Orfeo tracio, heredado por los griegos, acaso salga a recibirme con su lira y Homero le acompañe para cantarme las hazañas de quienes forjaron la historia y el exotismo del que, al leer, nos hace soñar.

1 comentario:

Piedad dijo...

Hola, Alberto.
Sin salir de Igualada yo también he estado en Bulgaria y lo he hecho de tu mano... Bueno, mejor dicho, he estado con tus explicaciones, porque un guía titulado no lo haría mejor que tú lo has hecho. Gracias por compartir tu experiencia y te felicito por ello.
He disfrutado con este viaje, jeje.

Un abrazo.

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