martes, 11 de junio de 2013

Valencia: valentía a ciegas



Seguramente cuando, en 138 A.C. se funda la capital del Turia, aprovechando una  isla que en éste había, dándole por nombre Valentia por valentía,  como pago por los servicios prestados a legionarios romanos en las guerras lusitanas, lo mismo que cuando Jaime I el Conquistador, 1300 años después, la conquista a los musulmanes, no esperarían ver a unos ciegos, bastón en ristre, recorriéndola de forma autónoma teniendo en cuenta que era la primera vez que la visitaban. Y haciéndolo, además, con la sonrisa y el buen ánimo como estandartes.
Pues bien, este ha sido el caso porque qué mejor manera de celebrar el premio literario que gané a cuenta de la Ilusión que afrontando semejante peripecia.
Los preparativos corrieron a cargo de Elena, que se encargó de gestionar la compra de billetes de tren, visitas guiadas y citas con compañeros suyos con los que compartir, siquiera, un breve encuentro.
Yo descargué una audioguía que nos sirviera para abrir boca con lo que descubriríamos y que fuimos escuchando durante el trayecto del viernes por la tarde.
Una vez en la estación de destino Joaquín Sorolla, tuvimos, como siempre, la ayuda del personal de Atendo, contratado al efecto. Por cierto, a la vez que nos ayudaban a nosotros, lo hacían con otro señor en silla de ruedas. Todo un numerito.
El hotel Conforthel Aqua de 4 estrellas muy de diseño y funcional pero algo complicado de localizar por encontrarse en la 4ª planta de un centro comercial. Menos mal que el taxista que nos llevó se portó bien que sino igual estamos aún dando vueltas buscando la recepción. Eso sí, el personal, una vez que lo encontramos, fue amabilísimo con detalles como el mandarnos por correo electrónico los servicios que ofrece el hotel u obsequiándonos con fruta y dulces. Que hubiese braille tanto en el número de las habitaciones o en los botecitos de gel fue otro punto. Y el desayuno de bufet, soberbio salvo que, cosas de este país, que el zumo de naranja fuese de bote. Toma castaña: en Valencia y sin naranjas de verdad.
Quedamos con Consuelo, compañera de Elena,  y Paco, su marido,  para cenar y charlar con postre incluido en una heladería. Tuvimos ocasión de comentar vivencias y pedirles que nos sugirieran algún restaurante donde degustar una paella de confianza cerca de la casa natal de Vicente Blasco Ibáñez, en plena playa de la Malvarrosa.
El sábado teníamos el programa completo: por la mañana visita guiada al casco histórico y por la tarde paseo en barca por la Albufera.
Recorrimos el centro desde la Plaza de la Virgen con la basílica de los Desamparados, la de la Reina con la catedral, la antigua universidad, la calle de la Paz, la Plaza Redonda, el Mercado Central o la Lonja de la seda y el Museo Nacional de Cerámica.
Terminada la visita que fue de lo más interesante, hecha además con 3 personas más, vaya que casi íbamos en familia, nos planteámos cómo emplear el tiempo que teníamos hasta la salida para el famoso lago. Entramos en la catedral y aquí dispusimos de una audioguía gratuita que, sentados en un banco, nos ayudó a hacernos idea de cómo es el templo en que podría hallarse el Santo Grial.
Después quisimos emprender una nueva aventura: acercarnos a la casa donde Elena viviera años ha, cuando aún veía. Para ello preguntamos qué autobús nos conduciría. Y sí, llegamos, con transbordo incluido,  sin novedad y en una terraza próxima nos echamos algo al cuerpo.
 Puntuales estábamos para coger el bus turístico hacia la Albufera. Íbamos solos, madre mía, el autobús todo para nosotros. Llegamos hasta el lago, y subimos a la barca cual protagonistas de “Cañas y barro” y pudimos sentir el sol y la brisa de una tarde veraniega junto al Mediterráneo al tiempo que olíamos la malvarrosa o el romero y escuchábamos sonidos de aves varias.
No podíamos acabar el día sin disfrutar de la ineludible horchata valenciana. Bueno, ya la habíamos degustado, junto con el correspondiente fartón, en el Mercado Central, detalle de la empresa de guías, pero mi buena amiga Amelche, me había propuesto una incursión en Casa Daniel, en Alboraya, la meca de la horchata.
¿Cómo ir? Pues cómo ha de ser, en Metro y para allá que nos fuimos haciéndosenos la boca a agua anticipando el placentero sabor del jugo de la chufa.
Desde luego que no pudo ser mejor la recomendación y nos dimos el gustazo.
Con el estómago lleno (hubo que remojarla con un danielet soberbio de crema y hojaldre, un fartón y otro dulce más de chocolate), nos aprestamos a regresar al Hotel también en Metro. Preguntando preguntando llegamos a la estación Amistad y de allí al hotel un bonito paseo de hora y media, parte del cual lo hicimos acompañados de una familia, cuya niña, Lucía, aprendió que lo fácil (haber vuelto en taxi al hotel) no es divertido, que lo divertido es hacer las cosas por uno mismo.
En fin, el día fue fantástico, lleno de satisfacciones y evocadoras sensaciones. Me tentaba subir los doscientos y pico escalones que llevan a la campana de san Miguel (el conocido Miguelete) pero lo dejamos para mejor ocasión.
El domingo teníamos la mañana prevista con paseo por la playa y visita a la casa del autor de “Arroz y Tartana” o “La barraca”. Pero no, no hubo suerte. Había obras en la planta baja y el conserge no tuvo mayor interés en habernos acompañado a la primera planta donde se encuentran diverso mobiliario y documentos del novelista. Tan poco interés tuvo que ni siquiera se molestó en informarnos de que en la entrada había un busto (digo del escritor, jejeje, no del esforzado funcionario) que podríamos tocar para hacernos idea de su figura. Menos mal que nos lo indicó otro señor que por allí pasaba ayudándome incluso a hacer una foto. Fue una pena, la verdad, porque tenía gran interés por esta actividad. Ya sabéis lo que me apasiona conocer los lugares en que la Historia y la Literatura han sido protagonistas.
Y, después de recorrer el paseo marítimo, esperaba escuchar el mar pero no fue así, nos dirigimos a La herradura, a darnos el banquetazo, regalo de cumpleaños, de tomarnos ese arroz a banda tan esperado y tan exquisito.
Así pasó el fin de semana, con la satisfacción de emprender otro viaje por nuestra cuenta, a nuestro aire, sin importar la ceguera, sabiendo disfrutar y estando con normalidad.
Aún tuvimos tiempo, en la estación, de comprar otra horchata para el camino.
Y mientras el AVE volaba hacia la rutina madrileña, recordé momentos que pasan a ser inolvidables: que el taxista que nos lleva a la visita guiada del sábado por la mañana sea familiar de una chica ciega que también Elena conoce, las vueltas que dimos en torno a la fuente del padre Turia, con sus ninfas y su cuerno de la abundancia, y que cuando la enchufaron nos sirvió de utilísima referencia, el poder tocar la catedral a través de una estupenda maqueta que hay al lado de la seo, la increíble portada en alabastro del Museo de Cerámica que también pudimos tocar, esos chistes que uno hace como la respuesta dada a cierta camarera ante su pregunta de si estaba bueno todo a lo que dije hasta la camarera está buena o cuando una de las personas que hizo la visita con nosotros me señala dónde tocar una escultura y yo que dirijo mi mano hacia ella apuntando a que es ella la escultura (“me han llamado muchas cosas, pero nunca escultura, jejejejje, dice”), Inma, la chica que estaba haciendo un máster y que se dedica a la detección temprana de niños ciegos, qué casualidad, y que se mostró muy interesada por mis andanzas literarias, el que el conductor de uno de los autobuses urbanos que cogimos en dirección a la zona de Mestalla se baje y nos ayude a cruzar la calle, dejando vehículo y pasajeros a la luna de Valencia por un rato, o esos periplos en Metro.
No pude tampoco, por menos, que elevar una oración en la catedral en memoria de mis padres que, 50 años atrás, realizaron su viaje de novios  por esos mismos lugares.
No sé si es excesivo decir que fuimos dignos merecedores del apelativo que el cónsul romano dio a la ciudad, al fundarla,  en recuerdo de sus soldados, el caso es que quienes con nosotros se encontraban así nos reconocían: “¿Qué no son de aquí? ¿Que es la primera vez que vienen? ¿Y se atreven a venir solos? ¡Qué valientes son ustedes!”
Ya digo, no sé si fuimos o no valientes, lo que sí sé es que disfrutamos un montón y no nos perdimos una. Bueno, algo sí nos perdimos: el agua de Valencia. Creo que es una bebida que entra sola pero sale haciendo que quien la toma pille unos ciegos que flipas. Claro que como nosotros ya vamos así, pues no sé. Queda pendiente para otro viaje.
Me quedo con los sonidos de campana del reloj que daba las horas no sé si en la catedral o en la basílica de los Desamparados, los sonidos de las fuentes, el pasar por delante de la imprenta que fue y ahora es un restaurante, en la que se editaron una de las primeras ediciones del Quijote y eché en falta a músicos en las calles y el sonido de los semáforos (parece que funcionan con mando a distancia pero como nosotros no disponemos de él, pues a cruzar a pelo se ha dicho).
Hasta un próximo periplo.

  

  

3 comentarios:

Rosa Sánchez dijo...

Querido Alberto:
Como lo tuyo es ponernos los dientes largos, con tu generosa narrativa y prodigiosa memoria, a los valencianos que tiempo ha emigramos, sólo comentar que doy gracias porque no subisteis esos peldaños que suben hacia la torre del Micalet, el miguelete, sí, porque es la escalera en espiral más peligrosa del mundo. Te lo digo por experiencia.
Por lo demás, vosotros sí sois valientes y sí sabéis hacer turismo y disfrutar de lo mejor de cada lugar. Me ha emocionado ver cómo nombras todos esos lugares a los que amo y por los que mi alma vaga durante la noche.
Un abrazo valenciano y disculpa a los del hotel que ponen zumo de bote, me he enterado que son de Aragón. Con cariño y tartana.

amelche dijo...

Si es que, los danielets son una perdición. Para no salir de allí en toda la tarde, ¡ja, ja! Me alegro de que lo pasárais bien.

Un abrazo.

Alberto dijo...

Rosaaaa, ah esas valencianas guapas. Que no vague tu alma perdida por lugares solitarios, que lo haga por hogares que aguardan tu presencia.
Ah, el Miguelete...
Bueno, me quedo con La Albufera y la playa de la Malvarrosa aunque ni olas de mar ni pieles radiantes pudiera ver.
Besos de horchata.

Ana, espero que me sigas haciendo por muchos años tan buenas recomendaciones, jejeje. Fue fantástica la excursión horchatera danielera.
Un abrazo también para ti.

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