domingo, 23 de junio de 2013

El Estatuto de la Muerte



Tras el paréntesis del pasado domingo, en que no escribí relato por encontrarme disfrutando de mi pueblo, comparto uno nuevo. La luna llena, la noche de san Juan… todo parece haberse confabulado para que doña Musa me haya traído esta loca inspiración.
Que estéis bien.
Con cariño. Buena semana.

Un oscuro antro, lleno de telarañas y enseres rotos recibe al recién llegado. ¿Cuáles serán sus intenciones?
Mira en su derredor, apenas si queda nada en su sitio, el desorden es épico. ¿Nada? O… quizá, sí. Un lápiz despuntado y un viejo libro tirados sobre una carcomida mesa, peligrosamente ladeada. Ah, y una calavera que sonríe, pérfida, diabólica.
Es noche cerrada. Tan solo, la luna y una miserable farola iluminan el lugar.
La escueta claridad se cuela a través de una ventana abierta, sus cristales rotos así lo denuncian. Por ella ha entrado, no se ha molestado en tratar de hacerlo a través de la puerta que, por cierto, se encuentra revestida de la herrumbre y las grietas.
Desolación, tenebroso silencio, opresivo vacío.
No se arredra, no obstante. Pisa fuerte, pisa firme y el efecto de su presencia no tarda en dejarse notar: los fantasmas del polvo,  el destierro y el olvido rápidamente salen a su encuentro.
¿Qué busca? ¿Qué pretende?
-¿A qué vienes a romper nuestro descanso, inglés?
-¡Márchate, vete!
Todo chirría, el vendaval aúlla.
Otro con menos temeridad que él, habría huido, ni siquiera habría llegado hasta allí. Pero él no, él se cubre con la capucha de su negro tabardo, se emboza y aprieta los nudillos hasta dejarlos como la nieve.
No es valor lo que tiene, es apremio; no es empeño, es negra desesperación.
Es su única oportunidad, la última. Debe hacerse con el libro, el Estatuto de la Muerte, abrirlo y escribir en él con mano diestra un mensaje, una rúbrica.
Ya lo ha visto, ya sabe dónde está, va a abrirlo.
-¡Nooooooooo!
Un agudo chillido le ha interrumpido. A su pesar, el vello se le ha erizado.
Un viejo piano, esquelético, y cuyas solas teclas que muestra son las negras, aporrea el silencio. Nadie puede haberlo tocado. Pero su sonido… estremece de horror.
Al tiempo, unos rítmicos golpes se oyen fuera. ¿Llamará alguien? ¿Se acercará otro recién aparecido?
Lord William, el otrora gigante, mancillador de doncellas y casaderas, invencible en mil batallas, anhela esa muerte que él a tantos propinó. No le  importa cómo sea: desangrado, ahorcado, desmembrado. ¡Quiere morir! Morir y descansar, descansar de su eterno vagar entre los acantilados y riscos, condenado sin fin a una vida sin vida.
La Dama Negra no le quiere, le rehuye. ¿Por qué si harían tan buena pareja?
Alarga sus febriles pasos en pos del libro, su mano enguantada se adelanta. Mas algo le impide alcanzar lo que tan cerca tiene.
¿Qué podrá hacer?
Desenvainar su sangrienta espada, tan manchada de rojo líquido que ya su acero tornó en púrpura?
De nada le serviría.
¿Encomendarse a los condenados moradores del Averno?
Él bien lo sabe: no le escucharían. Nunca lo han hecho.
Maldice, blasfema, se desespera.
-¿Qué buscas, hombre rudo?
-¿Quién habla? ¿Eres otro más de los que quiere burlarse de mí?
 -Soy tu destino.
-¿Mi destino? Si tienes los ojos vaciados, eres una inútil calavera.
-Inútil o no, a mí si me puedes coger. Y si me coges a mí, podrás coger el Libro.
Así lo hace, de esa guisa procede y, al hacerlo, el muro invisible parece haberse desvanecido.
Aferra el lápiz polvoriento y lo afila con su espada. No le tiembla el pulso, ahora, como nunca le tembló al asesinar y violar. Escribe y firma. Y entonces…
Sus vestiduras, su piel, su cuerpo se disuelve. Los huesos se desmoronan. Tan solo queda… una miserable calavera.
A la mañana siguiente, sí, unos vulgares ladronzuelos que comienzan, unos chicuelos, entrevén el fulgor de metal. Se abalanzan sobre él. No miran nada más, no se fijan en que un cráneo  pelado les ha observado y, quién sabe, podría decirse que hasta ha compuesto una maliciosa mueca de complicidad y venganza, sabedor de que un día lejano aún, ellos lo ignoran, naturalmente, querrán ser como él.









2 comentarios:

Rosa Sánchez dijo...

Alberto, regreso al pasado para volver a leer tan excelente relato que haría las delicias del Alan Poe más oscuro.
Me gustaría que volvieras a escribir género de terror, porque nadie como tú para trasladarnos hasta el legendario Castillo de Drácula, por ejemplo, ¿por qué no? donde un renovado conde nos atendería muy cortésmente, seguro que sí... a ver, ahí lo dejo, a ver qué se te ocurre... a ver si te apetece.
Con incondicional afecto.

Alberto dijo...

Rosa, Rosita. Siempre lanzando tus retos irresistible. Bueno, bueno. Veremos qué sale pasado mañana.
Un castillo invisible sólo visto por los ciegos, una princesa rosada sólo vista por los fantasmas de la literatura y los libros.,.. Intriga, suspense, emoción.
Feliz viernes.
Besitos estremecidos.

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