domingo, 16 de noviembre de 2014

La verdadera hazaña de Anselmo Manosblancas



Buena noche de domingo:
Tras magnífico paseo por el Real Sitio de Aranjuez, en una mañana otoñal, pero soleada, aquí mi nuevo cuento. Espero te guste.
Feliz semana. Con cariño.
Un abrazo.

La verdadera hazaña de Anselmo Manosblancas

Anselmo Manosblancas, un hombre mayor, viejo y decrépito, recuerda en sus soledades las pasadas glorias de ladrón de alta categoría que, durante años,  fuera. Ahora ya nada queda de su mundo de delincuente afamado. La edad, algunos errores, los compinches que le traicionaron y la eficacia policial hicieron que dejara de resultar infalible y acabara siendo vulnerable.
Los años de prisión, los supuestos amigotes que huyeron y los estragos del tiempo han acabado por arruinar su vida, condenándole a la peor de las condenas, la de la soledad.
Vaga por el jardín del asilo esperando que la muerte le lleve de allí, pero la vengativa Señora no quiere hacerlo, se le aparece en sus noches de pesadilla y se ríe de él. Pasa a su lado cuando se dirige en pos de un nuevo cadáver y vuelve a pasar cuando, cargado con él, regresa a su guarida infernal. Y siempre, siempre hace lo mismo: se para, le lanza una cuchillada de risas afiladas y le arroja guiños, burlesca, con una de las cuencas vacías de sus ojos.
Anselmo Manosblancas aprendió el oficio ya desde niño, rateando y trapiñando aquí y allá. Pero su inteligencia delictiva era muy grande y, por eso, acudió pronto a la élite del hampa donde terminó por aprender de los mayores ladrones del mundo. Depuró la técnica y, mezclando osadía, arrojo y pericia, pronto se convirtió en líder. No se le resistían grandes bancos, museos ni prestigiosas casas de subastas. La Interpol, el FBI y las grandes agencias de detectives se propusieron atraparle, costara lo que costase. Tardaron en darse cuenta que aquel escurridizo reptil del crimen era español. Les costó creerlo, pero el éxito tiene por amiga a la envidia y quienes antes habían sido los primeros, tuvieron celos de aquel hombrecillo flaco, elegante y culto en que se había transformado Anselmo Manosblancas y facilitaron pistas. Pero aún y eso no fue suficiente para pescarle, por tupidas que fueran las redes que se cernían sobre sus radios de acción o golosos que resultaran los cebos que urdían contra él.
El halo de misterio que se creó en torno a sus hazañas derivó en leyenda de héroe. Los periódicos publicaban grandes reportajes con las crónicas de los golpes que perpetraba. Y aún más desde que decidió, dar un nuevo paso de refinamiento a sus actividades, al depositar, en cada escenario, un estilete en miniatura. Así fue bautizado como el Ladrón del Estilete.
Él era conocedor de toda la intriga que generaba, de su fama y de la persecución a la que estaba sometido. Lo sabía y le motivaba ir por delante de todos. Hasta que un día tuvo una idea loca. Sería su hazaña definitiva y la más grande, algo que nadie habría sido capaz de imaginar ni de lograr. Sí, definitivamente sería su verdadera proeza.
¿A quién si no a él se le podría ocurrir querer robarle la guadaña a la Muerte? ¡La guadaña a la Muerte! Qué locura.
-Sí, señores _recuerda en su soliloquio monocorde de siempre_, lo hice. Qué más da que no me crean. La prueba mayor de que lo hice es que ahora ella se ríe de mí y me deja aquí, años y años. ¿Cuántos serán ya. Ni lo sé. ¿Cómo lo hice? Me escondí detrás de uno de los pilares del hospital de campaña al que llevaban a los agonizantes de la terrible peste que estaba, por entonces, asolando a todo un continente, y esperé a que ella llegara, como lo hacía cada madrugada, para llevarse los cuerpos famélicos y purulentos de los que iban sucumbiendo al mal. Yo observé y observé. Comprobé que dejaba la guadaña apoyada en una especie de cisterna para que escurriera la sangre. Simplemente, tendría que servirme de un descuido suyo, un momento en que se apiadara de algún miserable y aprovechar la ocasión. Entonces… yo saldría corriendo y cuando reparara en que su herramienta no estaba… yo ya me encontraría afuera. Así lo hice, unos instantes de gloria. Tener entre mis manos esa guadaña fue brutal. Sabía que no podría retenerla conmigo por mucho tiempo y así fue. Cuando noté el aliento fétido en mi nuca supe que la aventura terminaba. La arrojé con todas mis fuerzas hacia el río. Yo seguí corriendo. ¿Por quién se decidiría la muerte? ¿Por su herramienta? ¿Por mí?
-¡Yo te maldigo, infame! Vivirás hasta que me canse de apilar cadáveres. Esa es mi maldición.
-Y se fue. A partir de ese día, todo me fue mal. Tuve fallos, me abandonaron los que creía de mi confianza, me delataron, me detuvieron, lo perdí todo…
Y Anselmo sigue recordando y aguardando, nadie sabe hasta cuándo. El personal del asilo sabe que aquel anciano lleva allí siglos, lo saben y lo toleran. Fue la condición que la Justicia puso para que el edificio no fuera derribado. El día en que muriera Anselmo Manosblancas también moriría aquella institución con todo lo que hubiera dentro. Así se ha ido transmitiendo de generación en generación entre el personal y así se le ha ido respetando a lo largo del tiempo. Tampoco es tan molesto. Da pena, verle allí, siempre solo, triste, hablando solo, incólume a todo.
¿Habrá alguna forma de que la muerte, al fin, salde la cuenta? Es tan viejo todo… Paredes desconchadas, humedad, ratas, puertas desvencijadas… Un asilo de pobres, un asilo para un solo hombre, un hombre al que todos admiraron y buscaron, pero que ahora ya nada es, nadie le quiere, ni siquiera la muerte.
¿Habrá para él alguna vez piedad? ¿Cómo podría lograr, él que todo robaba, conseguir la llave que abra el corazón de la Muerte para que ésta, al fin, se lo lleve?
Alguna vez quisieron poner fin a todo envenenando la sopa o cortándole a propósito la vena del cuello al afeitarle, pero ni por ésas.
¿Y si no ha de ser la Muerte quien se lo lleve, no será posible, acaso, que otro ser más poderoso lo haga? Quién sabe… Tal vez, la Reina de las Nieves Eternas quiera tenerlo por compañero. Quién sabe… o a lo mejor.. el Holandés Errante le busque para navegar en su barco pirata hasta la eternidad. Quién sabe.. Quién sabe si no le quedará aún por realizar, ésta vez sí, su verdadera hazaña: la de morir.




   

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