Buena noche
de domingo:
Tras
magnífico paseo por el Real Sitio de Aranjuez, en una mañana otoñal, pero
soleada, aquí mi nuevo cuento. Espero te guste.
Feliz
semana. Con cariño.
Un abrazo.
La verdadera
hazaña de Anselmo Manosblancas
Anselmo
Manosblancas, un hombre mayor, viejo y decrépito, recuerda en sus soledades las
pasadas glorias de ladrón de alta categoría que, durante años, fuera. Ahora ya nada queda de su mundo de
delincuente afamado. La edad, algunos errores, los compinches que le
traicionaron y la eficacia policial hicieron que dejara de resultar infalible y
acabara siendo vulnerable.
Los años de
prisión, los supuestos amigotes que huyeron y los estragos del tiempo han acabado
por arruinar su vida, condenándole a la peor de las condenas, la de la soledad.
Vaga por el
jardín del asilo esperando que la muerte le lleve de allí, pero la vengativa
Señora no quiere hacerlo, se le aparece en sus noches de pesadilla y se ríe de
él. Pasa a su lado cuando se dirige en pos de un nuevo cadáver y vuelve a pasar
cuando, cargado con él, regresa a su guarida infernal. Y siempre, siempre hace
lo mismo: se para, le lanza una cuchillada de risas afiladas y le arroja guiños,
burlesca, con una de las cuencas vacías de sus ojos.
Anselmo
Manosblancas aprendió el oficio ya desde niño, rateando y trapiñando aquí y allá.
Pero su inteligencia delictiva era muy grande y, por eso, acudió pronto a la
élite del hampa donde terminó por aprender de los mayores ladrones del mundo.
Depuró la técnica y, mezclando osadía, arrojo y pericia, pronto se convirtió en
líder. No se le resistían grandes bancos, museos ni prestigiosas casas de subastas.
La Interpol, el FBI y las grandes agencias de detectives se propusieron atraparle,
costara lo que costase. Tardaron en darse cuenta que aquel escurridizo reptil
del crimen era español. Les costó creerlo, pero el éxito tiene por amiga a la
envidia y quienes antes habían sido los primeros, tuvieron celos de aquel
hombrecillo flaco, elegante y culto en que se había transformado Anselmo Manosblancas
y facilitaron pistas. Pero aún y eso no fue suficiente para pescarle, por
tupidas que fueran las redes que se cernían sobre sus radios de acción o
golosos que resultaran los cebos que urdían contra él.
El halo de
misterio que se creó en torno a sus hazañas derivó en leyenda de héroe. Los
periódicos publicaban grandes reportajes con las crónicas de los golpes que
perpetraba. Y aún más desde que decidió, dar un nuevo paso de refinamiento a
sus actividades, al depositar, en cada escenario, un estilete en miniatura. Así
fue bautizado como el Ladrón del Estilete.
Él era
conocedor de toda la intriga que generaba, de su fama y de la persecución a la
que estaba sometido. Lo sabía y le motivaba ir por delante de todos. Hasta que
un día tuvo una idea loca. Sería su hazaña definitiva y la más grande, algo que
nadie habría sido capaz de imaginar ni de lograr. Sí, definitivamente sería su
verdadera proeza.
¿A quién si
no a él se le podría ocurrir querer robarle la guadaña a la Muerte? ¡La guadaña
a la Muerte! Qué locura.
-Sí,
señores _recuerda en su soliloquio monocorde de siempre_, lo hice. Qué más da que
no me crean. La prueba mayor de que lo hice es que ahora ella se ríe de mí y me
deja aquí, años y años. ¿Cuántos serán ya. Ni lo sé. ¿Cómo lo hice? Me escondí
detrás de uno de los pilares del hospital de campaña al que llevaban a los agonizantes
de la terrible peste que estaba, por entonces, asolando a todo un continente, y
esperé a que ella llegara, como lo hacía cada madrugada, para llevarse los
cuerpos famélicos y purulentos de los que iban sucumbiendo al mal. Yo observé y
observé. Comprobé que dejaba la guadaña apoyada en una especie de cisterna para
que escurriera la sangre. Simplemente, tendría que servirme de un descuido suyo,
un momento en que se apiadara de algún miserable y aprovechar la ocasión.
Entonces… yo saldría corriendo y cuando reparara en que su herramienta no
estaba… yo ya me encontraría afuera. Así lo hice, unos instantes de gloria.
Tener entre mis manos esa guadaña fue brutal. Sabía que no podría retenerla
conmigo por mucho tiempo y así fue. Cuando noté el aliento fétido en mi nuca
supe que la aventura terminaba. La arrojé con todas mis fuerzas hacia el río.
Yo seguí corriendo. ¿Por quién se decidiría la muerte? ¿Por su herramienta?
¿Por mí?
-¡Yo te
maldigo, infame! Vivirás hasta que me canse de apilar cadáveres. Esa es mi
maldición.
-Y se fue.
A partir de ese día, todo me fue mal. Tuve fallos, me abandonaron los que creía
de mi confianza, me delataron, me detuvieron, lo perdí todo…
Y Anselmo
sigue recordando y aguardando, nadie sabe hasta cuándo. El personal del asilo
sabe que aquel anciano lleva allí siglos, lo saben y lo toleran. Fue la
condición que la Justicia puso para que el edificio no fuera derribado. El día
en que muriera Anselmo Manosblancas también moriría aquella institución con
todo lo que hubiera dentro. Así se ha ido transmitiendo de generación en
generación entre el personal y así se le ha ido respetando a lo largo del
tiempo. Tampoco es tan molesto. Da pena, verle allí, siempre solo, triste,
hablando solo, incólume a todo.
¿Habrá
alguna forma de que la muerte, al fin, salde la cuenta? Es tan viejo todo…
Paredes desconchadas, humedad, ratas, puertas desvencijadas… Un asilo de pobres,
un asilo para un solo hombre, un hombre al que todos admiraron y buscaron, pero
que ahora ya nada es, nadie le quiere, ni siquiera la muerte.
¿Habrá para
él alguna vez piedad? ¿Cómo podría lograr, él que todo robaba, conseguir la
llave que abra el corazón de la Muerte para que ésta, al fin, se lo lleve?
Alguna vez
quisieron poner fin a todo envenenando la sopa o cortándole a propósito la vena
del cuello al afeitarle, pero ni por ésas.
¿Y si no ha
de ser la Muerte quien se lo lleve, no será posible, acaso, que otro ser más
poderoso lo haga? Quién sabe… Tal vez, la Reina de las Nieves Eternas quiera
tenerlo por compañero. Quién sabe… o a lo mejor.. el Holandés Errante le busque
para navegar en su barco pirata hasta la eternidad. Quién sabe.. Quién sabe si
no le quedará aún por realizar, ésta vez sí, su verdadera hazaña: la de morir.
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