domingo, 11 de mayo de 2014

La bancarrota



Buena noche de domingo.
Tras un día de calor casi veraniego pasado entre animales enfermos, maquetas de fauna y naturaleza, comparto mi nuevo cuento.
Que te guste.
Buena semana isidril con organillos y chulapas en pleno esplendor. Ah, y que no falte una rosquilla del santo, sea tonta, lista o de santa Clara.
Un abrazo.

La bancarrota

De las pavorosas llamas que se elevan en el palacete del marqués de Papirón de las Anchas Hojas aquel siniestro día del invierno de 1904 se desprende que nada podrá salvarse.
El edificio, hasta ese fatídico viernes 15 de enero parecía indestructible. Pétreo en su estructura cuadrada, ventanas enrejadas y recios muros. Se había constuido siglos atrás, bajo los modelos renacentistas aunque sin la suntuosidad de aquellos otros italianos, de mármoles, pinturas y fastuoso mobiliario.
Sus dueños, no obstante, jamás gozaron de popularidad aunque sí de ingentes riquezas, amasadas con el comercio de esclavos y los préstamos que se aprovechaban de la penuria de quienes lo habían perdido todo, nobles venidos a menos, licenciosos jugadores o hasta el propio Estado, famélico tras guerras de religión y nostalgias imperiales perdidas en el sumidero de la Historia.
El grado de indignidad del último heredero, un grasiento ejemplar humano de carnes fofas, ojeras y melena desgarbada,  se ha elevado entonces hasta las más altas cumbres de la codicia y la usura, teniéndose por imprescindible para las míseras arcas de la ciudad y sus moradores.
Siempre pensó, sin embargo,  que las algaradas populares y revoluciones nunca le afectarían. Se creía invencible en su olimpo depoder y opulencia.
No se detenía ante nada. Los más sanguinarios mercenarios eran sus lacayos y quienes le servían, sabían que su salvación estaba asentada en ser ciegos y sordos ante todo lo que contemplaran: Orgías y fiestas sin juicio, bufonadas y humillaciones.
Eso sí, el crédito del marqués estaba siempre abierto para aquél que asumiera que el interés y condiciones resultarían terribles. Y aún así, hasta el final nunca dejó de tener clientes. Pequeños faustos pactando con el diablo a cambio de la inmortalidad material, de no perder su posición y vicios.
¿Habría sobrevivido a pesar de todo? ¿Qué habría provocado el fuego? ¿Tal vez alguien peor que él quisiera ganarle la mano del odio?
Ya lo habían intentado con anterioridad haciéndole la competencia, pero él elevó el grado de iniquidad y perfidia, y les eliminó, sin piedad .
Mientras el fuego avanza al par que la noche, una noche gélida, un perro salvaje no deja de aullar en las inmediaciones. Al principio se le confunde con las sirenas de los bomberos pero, poco a poco, quienes se acercan a contemplar la devastación, se dan cuenta de que un enloquecido animal emite espeluznantes quejidos.
Pero aún más hay. Agazapado en una esquina, junto a un callejón, alguien espera. Y lo hace sonriendo. Se frota las manos y su mirada profunda de pozo sin fin brilla, perversa, satisfecha, triunfante. Sabe que cuando se crucen con ella los ojos del aterrorizado animal, todo habrá concluido.
Su misión se había puesto en marcha la noche de fin de año aunque, de ello nada supiera, el ufano marqués. Qué infeliz. Ignorante de que el reloj aniquilador comenzaba a desgranar las últimas horas. Qué inconsciente, despilfarrando su crédito; sí, el más importante. Él que siempre presumía de lo inagotable del capital sin saber que su vida, y aún más, su alma, estaban a punto de entrar en bancarrota.
Todo se resumía en el designio de lo sobrenatural.
Un antepasado del marqués, firmó un contrato demoniaco para que, a cambio de la maldad de sus descendientes, la familia pudiera hacerse indefinidamente con el control de las organizaciones de trata de personas.
Insaciable, el Maligno, creyó que era hora de romperlo y acabar con ese palacio, sede y origen de todo. A cambio, encontraría sin dificultades un sustituto que estuviese a la altura y acorde a los nuevos tiempos que anunciaba el siglo, unos tiempos donde los más refinados y, jamás vistos males, asolarían a la humanidad. Se necesitaba un banquero del mal nuevo. Se precisaba una nueva sede. El acero mudaría a la piedra; el cristal, al enrejado y un rascacielos se alzaría sobre los cimientos del palacete.
Un hombrecillo, sí. Enclenque, encorvado y de perfil afilado, cual asesino puñal, fue el actor que obró el plan. Eligió a uno de los viejos adeptos, fiel y concienzudo siempre y lanzó los dados sobre el tapete del tiempo. Los dados dieron como resultado un 15, un 01 y un 04. Esa sería la fecha en que el marquesado tocaría a su fin.
El 16 de enero, sábado, a mediodía, los empleados que limpiaban la zona se encontraron con unos pocos dientes caninos, un huesecillo y algo de piel cuarteada. De los escombros, rescataron alguna moneda renegrida y jirones chamuscados de documentos. Supusieron que serían contratos o letras de depósitos.
Nunca se supo nada de lo acaecido aquel siniestro día de invierno, lo que sí es cierto, y muy cierto, es que cada 15 de enero, sobre las 4 de la madrugada, un sonido aterrador se repite y queda interrumpido bruscamente, y quienes miran allá donde se escucha, sienten que sus ojos se pueblan de imágenes abrasadoras que les trasladan a un escenario bien distinto al actual, tan limpio, tan moderno y tan empresarial.
  

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