domingo, 25 de mayo de 2014

El cadáver del viejo roble



Buena tarde de domingo primaveral.
Otra semana más vengo con mi nuevo cuentecillo.
Que estés bien, con la ilusión de nuevas sorpresas en forma de gratos encuentros y emocionantes vivencias.
Con cariño.

El cadáver del viejo roble

A lo lejos se ve cómo se mueve, danzarina sin igual. Es la hora del ocaso. El sol es una bola de fuego rojizo que muere en la tumba del horizonte.
Un hombre de campo regresa a casa tras una dura jornada de trabajo en la siega. Son tiempos duros de faena a mano, dallar de mieses con la hoz, gavillas hacinadas a la espera de ser recogidas.
Camina por inercia, hombros hundidos, cabeza baja, manos derrotadas. Tiene sed, necesita descansar, dormir. Otros anhelan el abrazo de sus mujeres, él a nadie tiene.
Alza por un instante los ojos para reprochar al cielo su desesperanza y soledad. Y entonces la ve. Ya no puede apartar la mirada de aquella figura fantasmal.
Apresura, no sabe cómo, sus pasos en pos del prometedor encuentro. ¿Quién será que así se mueve? ¿Por qué precisamente le mira a él? ¿A él que nadie nunca le ha mirado con ojos de enamorada?
  Ya la tiene delante. ¿Delante? No. ¡Está colgada del viejo roble! ¡Dios santo! ¡Está muerta!
No siente fatiga, tan solo quiere correr, huir de esos ojos que se han fijado en él. Unos ojos profundos, negros, tentadores. Unos ojos que le interpelaban, llamándole, pícaros, sugestivos.
Llega, apenas sin aliento, al cuartelillo de la Guardia Civil y da el aviso para que alguien más preparado que él actúe.
  Cuando el sargento Sánchez, viejo policía de curtida experiencia y hacer tranquilo, acostumbrado a todo tipo de casos, descuelgue el cadáver de la joven, enseguida se dará cuenta que no es un suicidio lo que tiene entre manos.
Alrededor del cuello, además del surco profundo de la cuerda que la ha sostenido en la gruesa rama del árbol, se aprecian otras marcas más siniestras aún: una especie de garras curvas que han mordido la blanca piel.
-Pobre chica. Es la Marta, la hija de los Peralta. Qué triste destino el suyo. Tan pobres, pastoreando  siempre entre las miserables hierbas con sus cabras cada vez más esqueléticas y ahora esto, su única hija que está muerta.
-¿Qué puedo hacer yo, sargento?
-¿Tú, desdichado? Nada, irte a casa a descansar.
-No sé si podré. Mi casa está tan vacía que me da miedo que se llene de sus ojos y su recuerdo. ¡Maldita suerte la mía! Creí que, al fin, alguien venía a esperarme y mire de quién se trataba. ¿Quién habrá hecho esto?
-No lo sé, hijo. Pero quien sea que haya sido, es un desalmado. No pararé hasta dar con su asesino.
Anochece sin pausa en el paraje que se ha convertido en improvisado cementerio.
Moncho, el infeliz peón se encamina, no  a su simulacro de hogar. No puede hacerlo, sabedor de que, si lo hiciera,  su descanso se tornaría en pesadilla atormentada. Por más que cierre los ojos, no deja de ver aquellos otros, tan fijos en él.
Irá a la cantina del tío Primitivo y le pedirá que le fíe una botella de aguardiente. Ojalá que ésta le ciegue. Beberá hasta perder el conocimiento para dejar de ver a aquella niña tan hermosa, tan dulce, tan frágil, tan entregada a sus manos.
¿A sus manos?
Entre la bruma del alcohol comienza a comprender.
Un espeso plumaje como ala de cuervo, un pico ganchudo, unas manos y unos pies metamorfoseados en los de un ave infernal.
Una muchacha que camina despreocupada, con la inocente alegría de quien confía en el mundo. Sueña con historias de caballeros y príncipes azules, brinca y canta. Es feliz y por eso todo le parece hermoso, incluso el pajarraco que hay subido a la rama del viejo roble. Ah, si ella hubiera sabido… ¡Habría huido con las alas del alma. Pero no, tuvo que quedarse quieta y sonreírle. Cuando quiso hacerlo, ya no había remedio.
En un charco de orín el desventurado Moncho debería verse reflejado y, sin embargo, lo que contemplan sus enfebrecidos ojos es un pájaro hambriento en cuyas garras hay restos de piel.
No sabe. Nada comprende. Lo único que siente son unas terribles ganas de llorar y gritar.
-Sólo tenía sed. Sólo quería descansar. Sólo buscaba la compañía de una mujer que calentara mi fría casa. ¡No quise matarla!
Al despertar de la borrachera se encontrará en una sucia celda, abrumado por la culpa y con un solo deseo: el de regresar al viejo roble, allá donde todo empezó.

  
   
  




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