¿Quién no ha tarareado alguna vez esa conocida copla que
habla de orillas y sardinitas y lo ricas que son. Este fin de semana yo he
tenido ocasión, no de cantarla, si no de comérmelas, jejeje. Digo las
sardinitas, no la copla. No vayas a pensar que soy un voraz “coplófago”.
Como en otras ocasiones el pretexto para semejante banquete,
fue compartir una tarde de amistad y literatura en torno a Huellas de Luz. Mi
niño primogénito que tantas satisfacciones me ha proporcionado y sigue
haciéndolo.
Bilbao, con su Historia y su puente colgante, sus plazas y
calles, su Ría y su casco viejo. Ciudad entrañable, acorde para pasear y
disfrutar de la buena gastronomía.
Viernes por la tarde llegada a la estación de tren Bilbao Abando. Me acompaña mi querido Miguel
y me recibirán otros dos estupendos amigos, José Mari y Estíbaliz.
Las aventuras empiezan nada más llegar. Supuestamente nos
trasladaríamos a Santurce en autobús, pero no encontramos la parada, así que
hubimos de estrenar el Metro y a la llegada un taxi que nos acerque a la parte
alta, el barrio de Cabieces, donde residen José Mari y Estíbaliz y donde me
alojaré. Al día siguiente, podremos hacerlo directamente, pues se inaugura la
ampliación del Metro con parada al lado de su casa. Inauguración con el
lendakari y fiestas, incluida. Ahí es nada. Eso es tener buen ojo. Llegar y
estrenar.
Una guapa bilbaína nos ayuda a salir del Metro en Santurce y
nos espera a que cojamos un taxi. Eso sí que es entrar por la puerta grande.
Manoli, se llama y es simpatiquísima. Le entrego una tarjeta mía por si...
jejejej. Le apetece o pudiera asistir a la presentación de las Huellas.
Acaba la noche con cena casera, charla de reencuentro y
música de verbena que se escucha desde la habitación. Esa “Chica de ayer” que
creara Nacha Pop se cuela por la ventana y casi me dan ganas de asomarme a ella
y abrazarla.
El sábado amanece tranquilo. Desayuno y confidencias
acompañan al tiempo que discurre raudo. José Mari trabaja en su puesto de venta
de cupones. Le vamos a visitar y damos un pequeño paseo hasta que acabe su
jornada laboral y podamos dirigirnos a darnos el gustazo de comer en la
Sidrería Arriaga en pleno casco viejo de Bilbao. Vamos en un autobús directo,
cuyo conductor nos lleva con campechanía y presteza. Conoce a Estíbaliz, Esti,
y nos va contando por dónde pasamos... Portugalete, Baracaldo, Cruces, San
Ignacio...
Localizamos el asador y se nos dispensan unas atenciones
fantásticas. El menú, rico rico, con chuletón y todo.
Nos espera la visita personalizada a la iglesia catedral de
Santiago. Disfruto con las gráficas explicaciones de Chema y la recorremos,
paseamos por su claustro y tocamos algún sepulcro, columnas y la Puerta del
Angel.
Nos encaminamos, ya, en medio de la lluvia, a la librería
San Pablo que ha querido acogerme con la misma calidez y trato cercano con el
que me voy encontrando a lo largo del fin de semana, con el que ya me encontré
allá por mayo de 2012 cuando hice mi última visita.
El braille sale a escena, el testimonio de fe y esperanza,
la accesibilidad y el diseño para todos, la lectura y sus beneficios... No
puedo resistirme a comprar un libro con leyendas e historias de la tierra.
Acabado el acto, toca refrescarse el gaznate. Pasamos por
delante del clásico Café Iruña y nos dirigimos a los jardines de la Plaza
Albia. Se está a gusto, se respiran aromas de lluvia y flores, relax y
camaradería.
Hemos de volver a Santurce para retornar a esa orilla. Nos
aguarda el Hogar del Pescador donde probaremos las sardinitas, pero también las
almejas y el revuelto de rape, bien regado
con txacolí y mejor untado con un pan de pueblo que convierte la corteza
en auténticos barcos, no sé si pesqueros, pero desde luego que sí muy bien
provistos de sabrosas salsas. Y sí, sí, qué ricas son las sardinitas, bueno
sardinazas, diría yo, mejor. El postre no puede faltar: una “goxua” a base de
fina capa de bizcocho recubierta de natillas. Buenísimo todo.
Así acaba el sábado. El domingo Miguel y yo vamos a la
aventura y descubrimos una especie de funicular que nos conduce a un parque y
al puerto, sin pensar regresamos adonde cenamos la noche anterior. Seguimos
paseando hasta llegar a un mirador al lado del mar, junto al monumento a las
sardineras. Toco con la contera de mi bastón blanco el filo del paseo que lame
el mar Cantábrico. Me emociona.
Es una mañana de domingo increíble. Brisa marina del
Cantábrico, sonidos de gaviotas y olas. Olores a pescado, texturas de redes y
boyas. Colores azul, azul cielo, azul mar, barcas pintadas.
El tiempo se nos echa encima. Quiero hacer alguna foto para
compartirla con mi gente, hacerles partícipes de mi felicidad. Hemos dejado a
Esti y José Mari ejerciendo de amos de casa.
Hemos de partir. Mi tren sale a las 17 h. Comeremos en la
estación un supuesto menú de degustación, que en realidad es una comida por
cada plato. Soberbia la ensalada de piña con langostinos, la milhojas de foie y
setas, la merluza al horno, el solomillo y la tarta de crema con arándanos. Menos
mal que tengo 5 horas para hacer la digestión de tan ricas viandas y tantas
emociones.
Cómo no me va a gustar viajar. Estoy montado en el tren y la
chica de Atendo que me ha ayudado a subir a él, vuelve con una bolsa de
caramelos Santiaguitos. Carmentxu, una señora que asistió a la librería me los
ha querido regalar para que me fuera con buen sabor de boca. Así acaba esta
nueva incursión, que naciera tiempo atrás como un canto al sol por mi parte y
que Estíbaliz y José Mari hicieron posible que se acabara convirtiendo en todo
un recital de amistad, entrega y plenitud.
A los sonidos descritos, han de unirse los del txistu y la
txalaparta, las campanas y la fiesta, el tono vasco en las voces, tan conocido,
objeto de parodias y gracias, pero tan musical.
La accesibilidad nos sorprende con braille en el funicular,
para bien, pero con los peldaños descubiertos en las escaleras del Metro,
peligrosos a mi entender porque, de no andar con ojo, metes el bastón o el pie,
incluso, y el tropezón no te lo quita nadie.
Aventuras, promesas de boda, amabilidad, experiencias y
lecturas compartidas nutren un nuevo viaje sí, pero un viaje especial por quien
lo organizó.
He recordado a mi madre, que de niña pasara vacaciones en
casa de unos tíos, y mis anteriores visitas cuando se me ocurrió la ciegada de
tocarle los capullos a Puppies, ese terrier gigante de flores que se encuentra
a las puertas del guggenheim o cuando fui a impartir una ponencia a la
Universidad de Deusto acerca del papel de las TIC en la inclusión educativa de
las personas ciegas y cómo se emocionó
la camarera de un batxoki donde comíamos elena y yo al vernos con tan
buen humor y tanta energía. Ella tenía una niña con retraso mental acusado.
Mónica se llamaba, no he podido aún olvidar su nombre. Cómo me gustaría haberla
vuelto a ver y saber cómo le iba.
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