Buena noche de domingo.
Mi nuevo cuento sale en pos de su destino.
Que te guste y estés bien.
Buena semana.
Un abrazo.
Misterio en la cárcel
-No puede ser. A este hombre le
trasladaron a este lugar hace 10 años para cumplir condena. Sé que estaba aquí
hace tres meses y ahora, usted me asegura que no se encuentra en los registros.
-Lo siento, señora. Conozco
perfectamente a mis inquilinos y Andrés Marrón de la Peña no es uno de ellos.
-¡Me está engañando! ¿Qué han
hecho con él?
-Señora, no se ponga así. Si
insinúa que hemos podido hacerlo desaparecer, está muy, pero que muy
equivocada.
La pobre mujer, afligida y
derrotada, llora sin consuelo. Ella le quiere. Fue condenado por malos tratos a
otra. Sabe que no debería haberle sido fiel. No lo merecía, pero ahí está,
intentando siempre hacer realidad sus sueños de segundas oportunidades.
Ejercía como trabajadora social en el centro
de desintoxicación de drogadictos de un distrito marginal cuando, hasta su
despacho, llegó aquel hombre. Decía que estaba dispuesto a cambiar, que quería
cambiar, que amaba a su mujer y a su chiquilla. Ella le creyó y quiso ayudarle.
Pulsó las teclas adecuadas para que se le concediera un margen de perdón. De
nada sirvieron palabras ni buenas intenciones. Esther, la joven esposa apareció
muerta, una mañana de mayo, acuchillada una y mil veces, destrozada por la saña
envilecida de aquel hombre sin remedio. La única hija lo escuchó todo: los
gritos, los golpes secos, el crujir de huesos y músculos, el chorrear de la
sangre, el portazo mortal. Corrió y corrió la pobre niña. Sus abuelos la
acogieron. La criarían con su poco saber, pero mucho querer y lucharían porque
olvidara.
Por su parte, Clara, la eficaz
funcionaria tuvo pronto noticias de lo sucedido. Sintió un agujero negro en la
boca de su estómago y quiso olvidar, sí, también ella. Pero a cambio de
Juanita, ella no supo hacerlo.
Se obsesionó con el caso. Leyó e
indagó cuanto le fue posible. Así tuvo conocimiento de todo el proceso judicial
y de aquella niña huérfana. La pidió en acogida para hacerse cargo cuando
fallecieron, sí, también ellos, sus abuelos. Tenía por aquel entonces doce
años.
Muchas cosas han pasado hasta la
fecha.
Juanita es ya una joven encarrilada
en la senda del futuro. Mientras, Clara ha visitado periódicamente la prisión,
siempre que le ha resultado posible por mucho que el condenado no quisiera
saber nada de ella ni de nadie más.
¿Se ha rehabilitado durante todo
ese tiempo? Nadie puede asegurarlo. Es posible, pero no seguro.
Y ahora, después de que le
dijeran que se habían producido cambios en la organización de la vida carcelaria
y que se suspendían los permisos hasta nuevo aviso, resulta que Andrés ha
desaparecido sin dejar rastro.
No es que lo hayan liberado, no,
no. Es que su expediente y, por tanto, él mismo, ha desaparecido.
No se resigna a marchar sin más,
no puede hacerlo.
Ve cómo las horas van pasando,
cómo se acaba el turno de visitas, cómo es ignorada, cómo familiares de unos y
otros salen con miradas emocionadas y más de un sollozo pintado en los rostros.
Se hace de noche. Una noche
negra, sin luna ni estrellas.
Deja caer su cuerpo, apoyando la
espalda en la pared de roca viva. Y entonces lo percibe.
Percibe que es absorbida por la
piedra, calada por un líquido viscoso que se cuela por los poros de su piel.
Tiene frío, mucho frío. Se
levanta. Se gira cara a la pared. Y entonces lo ve.
Ve un ventanuco estrecho, como
abocinado, abierto y llamándola. Avanza a duras penas hacia el interior.
¿Podrá salir después? ¿Sabrá
hacerlo?
Otras veces que ha entrado, las
dependencias aparecen pulcras, modernas, asépticas.
Y, sin embargo, lo que la tenue
linterna de su teléfono móvil le muestra haora es algo bien distinto.
Un pozo de 2 metros de lado,
oscuro, siniestro, profundo. Se asoma a él y lo que vislumbra le hiela el alma.
Huesos blanquecinos descarnados,
excrementos, ratas gordas corriendo.
¡Santo Dios!
Retrocede espantada y cuando recibe
el calor de la libertad, algo sabe con certeza: esa cárcel es muy distinta a lo
que las autoridades quieren que aparente.
Intuye que lo mismo que Andrés,
otros muchos, so pretexto de que se hayan podido fugar o haber sido reubicados,
han acabado en ese osario maldito.
La cuestión que se le plantea es
evidente y, sin embargo, no sabe a quién acudir para que la escuchen y no que
la traten como a una demente a la que nadie le ha dado vela en semejante
entierro, qué ironía. Al fin y al cabo _dirán_ no tiene ningún derecho sobre
aquél que asesinó a su mujer.
¡Pero ella le quiere y debe
hacerlo! Debe desenmascarar la verdad de un lugar inmundo.
¿Será capaz de conseguirlo?
¿Acaso los muros pétreos y las sólidas maderas que tanto deben saber, la
querrán ayudar desvelándole los secretos?
Se enfrentará a quien haga falta.
Emprenderá una cruzada mayor que aquéllas de la Edad Media y no parará.
¿No parará?
Es ya una anciana, carcomida por
la fatiga y el desaliento. La cárcel continúa en pie, ciclópea, maciza, oscura.
No ha podido lograrlo. Nadie la
creyó porque siempre que fueron a indagar nunca encontraron aquel pozo del que
ella tanto hablaba y porfiaba.
Pobre Clara. Ya nunca fue la
misma. Cada día volvía y volvía a aquella pared que un día le caló las
entrañas. Para nada, siempre para nada.
¿Para nada?
Hoy un hombre le sale al
encuentro y le tiende las manos. ¿Puede ser aquel tal Andrés?
En la siguiente ronda, la del
amanecer, el guardia se fijará en un bulto caído. Pertenece a un cuerpo de vieja
consumida, esquelética.
Cuando efectúen los oportunos
análisis forenses, a ellos los resultados podrán sorprenderles, pero no a
quienes conocían la historia de Clara María Recio del Blanco.
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