Paz y bien. Feliz domingo de pentecostés.
Después de días intensos de emociones y plenitud, los días
siguen su curso inexorable de dígitos en un calendario al que se le van arrancando
hojas.
El verano se anuncia, las calles se pueblan de belleza
álgida de colorido y ligereza, en el vestir y el andar.
Ah, la belleza. Esa belleza que la ceguera me obliga a verla
con el corazón / imaginación, y, claro, con los recuerdos.
Una belleza que trato de asir con los dedos de la magia y la
fantasía. Aún las flores que recibí el viernes se conservan lozanas y los
dulces toledanos que iré paladeando a la hora del café, están jugosos.
La belleza de los pájaros que trinan cerca, los ojos de
quienes, amigas mías, brillan felices al saber que se vieron cumplidas sus
espectativas cuando planearon regalarme esas sorpresas que los pasados jueves y
viernes me hicieron.
Esa belleza, esos grandes
gestos son tan bellos.
Belleza que permanece eterna.
Aquello que dijera Confucio es bien cierto: “Cada cosa tiene
su belleza, pero no todos pueden verla.” Tal vez por eso, yo creo que sí lo
hago, porque como no veo la cosa, sí veo la belleza, jejejje. El Albertito y
sus paradojas.
¿Será verdad? La belleza está junto a mí, a mi lado, colores
bonitos, curvas atractivas, objetos deslumbrantes, magníficas creaciones de la
naturaleza y del poder creador del ser humano.
Belleza en el detalle: una sonrisa cándida, un dibujo
improvisado, una filigrana en una cajita, una pluma de pajarillo, un cascabel
en un tobillo insinuado… ¡¡TÚ!!
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