Buena noche de domingo. Feliz semana.
Aquí mi cuento de hoy.
Ojalá que tengáis buenos naipes en la partida.
Con cariño.
La partida de cartas
Siempre es lo mismo: olor pútrido, sangre derramada y miembros despojados de vida.
La muerte se da su festín sin hacer ascos a nada. Todo le va bien y se deleita con el sabor metálico de las almas miserables de quien acude hasta ella.
Da igual que sean prostitutas, mendigos o criminales; señoras de buena sociedad,caballeros de elegante porte u honrados trabajadores. A ella le da igual, el caso es no quedarse sin su ración diaria de cuerpos inertes.
Tal vez sea así o tal vez no. Quizá le atraigan más unos que otros. Vaya usted a saber. Cómo me gustaría preguntárselo, encontrármela de frente, cara a cara en una partida en la que el resultado no estuviera siempre fijado de antemano. ¿Se atreverá alguna vez a afrontar el envite? ¿O tendrá que jugar siempre con las cartas marcadas?
No se lo he dicho aún, pero soy jugador profesional. La muerte también será una profesional de lo suyo, pero lo mío son las timbas y las apuestas.
Ya deniño ganaba a otros más mayores que yo. Y si no ganaba por las buenas, no me importaba hacer trampas, el caso era vencer a costa de lo que fuese.
He practicado en casinos y casas de juego, más o menos, legales. Tugurios y establecimientos de lujo. Tengo un método muy depurado gracias a una capacidad innata de adivinación que he ido perfeccionando a lo largo de los años. Otros emplean métodos basados en la probabilidad o la lógica. El mío, es mucho más sutil y certero. Consiste en concentrar la mirada sobre esos pedazos de cartón plastificado y atravesarlos. Mi mente los radiografía con precisión de cirujano y, a partir de la información obtenida, el resto viene dado: apostar alto, perder alguna mano pequeña, para hacerme con la principal.
Tengo fama y enemigos no me faltan, claro. Los triunfos no caen en balde. Pero no me importa el riesgo.
Esta noche me han citado a un nuevo reto. Dudé en asistir, pero al fin acepté.
Dudé porque el lugar no me gustaba. Se trata de un antro en los suburbios de la ciudad. Ya les he advertido que no conozco el miedo, pero tampoco es que me atraigan las encerronas previsibles. Y la partida de esta noche suena a encerrona. Pero, qué más da. Soy ya viejo. Los éxitos han sido muchos y la leyenda de mis proezas es imparable, hagan lo que hagan. Cierto es que los contrincantes no parecen dignos rivales de mis habilidades, así que he aceptado sin más, como el que espanta una molesta mosca en las tardes de verano.
La mesa, al llegar está dispuesta. Mesa redonda de viejo mármol rayado, cubierta del imprescindible tapete verde. Las sillas son impropias del lugar, cómodos asientos torneados y cubiertos de terciopelo rojo. Una barra de cinc, al fondo, paredes ennegrecidas por el humo de guisos y cigarros pestilentes, iluminación a base de candelabros y bujías de gas.
5 son los puestos dispuestos, aunque a mi llegada seamos 4 los presentes. ¿Quién será el último jugador que ha de llegar?
La partida es de las bravas. No ofrecerá segundas oportunidades: acertar la descubierta o perder sin remisión. Se irán eliminando los jugadores hasta que sólo quede el ganador. ¿El premio? ¿No lo han adivinado? La vida o la muerte. Únicamente saldrá vivo de allí, el ganador. O sea, yo, naturalmente.
Nos sirven ginebra y ron, el tiempo pasa. Se abre la puerta.
Una joven menuda y flacucha hace acto de presencia. Se presenta enmascarada y ocupa el asiento libre.
-Caballeros. Ya estamos todos. La partida puede comenzar.
Un jorobado contrahecho desprecinta la baraja. Nos la muestra. Es como todas. No se resistirá a mis mañas.
Cada vez que uno caiga, cambiará la baraja. No importa.
Es ya de madrugada, siempre las madrugadas, cuando tan solo quedamos la muchacha y yo, y el silencio.
Sé que mi carta es mejor que la suya. La he visto con nitidez. La descubro y aguardo a que ella lo haga, para finalizar. La miro a los ojos, tapados con un antifaz.
Sonríe. ¿Por qué si va a perder?
Sonríe de nuevo y se lleva las manos a la máscara. Continúa sin levantar el postrer naipe.
-Me gustan todos. Incluso usted.
¡No puede ser!
Levanta, al fin, su baza. ¡Gana ella! ¡Es la muerte!
Mi cuerpo se desploma sobre el frío tapete verde y el mármol negro.
Siento cómo unos brazos atenazan mi ser. Ya no tengo fuerzas nada más que para darme cuenta de una verdad, quizá la únikca: nadie puede vencer a la muerte.
domingo, 2 de marzo de 2014
La partida de cartas
Publicado por Alberto en 9:34 p. m.
Etiquetas: Relatos
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