Buena tarde de domingo.
Continúo agradeciendo a quienes aceptaron participar en mi
reto de las palabras que pintan. En esta ocasión, el cuento responde a la
descripción que hiciera mi querida Basi Mateo. Espero te guste, Basi. Espero te
guste a ti también.
Buena semana. Con cariño.
Las pesadillas de Adela
-Adela, me gustaría que me acompañaras a la Casa Museo de
Sorolla en Madrid. ¿TE apetece? Anda, dime que sí y luego comemos juntos por
allí.
-No sé. A mí eso de ver cuadros me resulta aburrido, un
rollo, tío.
-Anda… dime que sí. Porfa.
El que así interpela, una tarde de miércoles otoñal, a una
joven de pelo castaño, ojos almendrados y figura esbelta, pretende enseñarle
uno de sus cuadros favoritos y que al hacerlo, tal vez Adela sienta algo más
por él. Sienta algo más que ser una colega de estudios y ocasionales salidas
nocturnas a pubs y conciertos.
Hace ya tiempo que Chechu se siente atraído por la joven,
pero no se atreve a abrirle el corazón. ¿Y si le manda a la mierda? No quiere
perderla. De momento, se conforma con las migajas de sus efímeros encuentros.
-Bueno, si luego me
invitas a comer en un sitio guay y damos un paseo por el Canal…
-Vale, hecho. Quedamos a las once.
-Este cuadro es el que te quería enseñar. ¿Te gusta? SE
llama “Paseo a orillas del mar” y fue pintado en 1909.
Adela lo mira, un poco a regañadientes. Llevan ya un par de
horas recorriendo las distintas salas. Algo extraño sucede en su mente entonces.
¿Será que está cansada? ¿Será tal vez…?
Sus ojos se pueblan de imágenes protagonizadas por ella. Se
ve a sí misma con una pamela y una sombrilla discutiendo con una señora mayor.
La señora le pide que no se vaya, ella, ¿ella? Alza la voz.
-Adela, ¿por qué gritas? ¿Qué dices? No te entiendo. ¿En qué
lengua hablas? ¡Adela!
Chechu la zarandea del brazo, le coge la mano. La tiene como
si fuera de hielo. La cara de la joven se ha tornado blanca, como si quisiera
hacer juego con el blanco de los vestidos que aparecen en la pintura.
-¿Qué? ¿Qué sucede? ¿Por qué me aprietas las manos? ¡Qué
frío hace!
-Tía, qué susto me has dado. ¿Qué ha pasado? Hablabas raro,
gritabas como si estuvieras discutiendo. Estás temblando. Vamos a la calle. Qué
susto me has dao.
-No sé. Me duele mucho la cabeza. Casi que me voy a casa. Lo
siento, jolines. Es que…
-Bueno, no sé. Como quieras. Te acompaño. Aguarda a ver si
se te pasa. No me dejes así… joé.
-Bueno, vamos a dar un paseo. No tengo hambre.
-¿Jo, lo siento. ¿Sabes? Tía… yo… estoy colao por ti y creí
que delante de ese cuadro podría decirte lo mucho que me importas. Vaya gilipollas
que he sido. Es que es un cuadro tan chulo… Tan lleno de luz, como tus ojos,
tan sereno, como tu voz, tan bonito como tú… Quería que fuera especial el sitio
donde abrirte mi corazón. Ya, ahora me dirás que me vaya por ahí, que me folle
un pez. Lo siento tanto, tía…
Adela apenas si muestra un amago de sonrisa. Se muerde los
labios. Aún no se encuentra bien. ¿Habrá oído bien o será otra alucinación como
la de antes?
-Anda, párame un taxi. Me voy a casa. Me siento mal.
-Te acompaño.
-No, porfa. Déjame. Puedo llegar sola.
-No me dejes así… mándame un Watshapp cuando llegues. Al
menos, eso. Vaya desastre.
-Sí, eso sí lo haré. Estate tranquilo.
Pasan los días. Chechu no ha vuelto a verla. Ella sigue sin
encontrarse bien del todo. Hasta aquel momento del cuadro dormía bien y sin
rollos. Ahora, cada noche las pesadillas se repiten. Se repite la misma joven
que parece ella, pero que no puede ser ella. Una joven que viaja en un barco
antiguo con destino a Londres, pero que llega a París y deambula de tugurio en
tugurio, haciendo de modelo para gente estrafalaria en buhardillas y salones de
fumadores de opio. Una joven con su figura, que llora y ve cómo se deteriora
rápidamente su juventud, arrasada por el alcohol y la miseria en las
callejuelas de los suburbios.
Su compañera de piso y sus amigas están cada vez más
preocupadas. No saben qué hacer, si llamar a sus padres _que viven en un pueblo
de toledo_ o concertarle una cita con algún médico que la examine. Muestra
tremendas ojeras, ha perdido el apetito y no va a clase, ella que antes nunca
faltaba.
-Adela, tía… así no puedes seguir. Dinos qué te pasa, qué
pasó aquel sábado.
-No sé. Fui con Chechu al Museo Sorolla y desde entonces… me
duele tanto la cabeza. Y esas pesadillas. Vale, Marta, acompáñame al médico.
-Creo que iremos a un psicólogo amigo de mi padre que es muy
bueno y a mí me quiere mucho. A ver qué nos dice. Es que no sé qué hacer, tía.
Entiendo que no quieras preocupar a tus padres y que a Chechu no le quieras
ver.
-No si a Chechu sí querría verle, pero no me siento capaz.
Se declaró y no sé ahora qué decirle.
-Qué hombres. Siempre tan torpes, en el momento más
inoportuno.
-No, pobre. Ojalá no se mosquee conmigo o pierda la
paciencia. Porfa, dile que ya le llamo en cuanto tenga fuerzas. El pobre no tiene
culpa de nada.
Adela y Marta se encuentran en la pulcra sala de espera de
la consulta del psicólogo Martín Andreu. Aguardan a que les toque el turno.
Cuando las llamen, Marta entrará con ella y escuchará en silencio. Adela
responderá a las preguntas planteadas en un ambiente cálido y con la voz serena
del profesional. Las citará para tres días después, momento en que les dará su diagnóstico.
-Señorita. He examinado su caso. Espero que no sea grave y
podamos solucionarlo. Tómese estos relajantes para dormir…
-No quiero ir drogada por ahí, doctor.
-No lo hará. Simplemente la ayudarán a dormir un poco mejor.
Y otra cosa le aconsejo… coja un tren y váyase a la playa valenciana de la
Malvarrosa. Vaya con Marta y con ese chico. No lo creerá, pero allí está la
solución a su problema.
-¿Está seguro? ¿Es eso lo que debo hacer?
-Hágame caso. Llame al chico y váyanse los tres este sábado
hasta esa playa.
Ya están pisando la arena, ya escuchan el sonido de un mar
calmado. El azul es oscuro, un azul de noviembre. Pese a todo no hace frío. La
playa está desierta. Los chiringuitos cerrados,.
Se descalzan. Chechu se remanga los pantalones. Ellas
también. Caminan en silencio.
-¿María? ¿Eres tú, María?
Una anciana, con una vieja pamela y una sombrilla rota está
sentada en una roca. No la habían visto hasta que no ha hablado.
-¿Qué dice esa vieja?
-Calla Chechu.
Adela se estremece, tiembla.
-María, te perdono. ¿Por qué no regresaste? Te habría
perdonado el que te fueras, era tu madre. Te habría curado las heridas. María…
Adela siente que no es ella. Sus ojos se arrasan en
lágrimas. La voz cambia.
-Madre.
-Ya puedo marchar en paz. Al fin viniste. Tanto tiempo
esperando. Ahora lo sé, la vida aún tiene para ti una nueva oportunidad de
felicidad. Adiós, hija. Sé feliz, Dios te bendiga.
La anciana se levanta y comienza a andar mar adentro.
-Marta, Adela, vamos, que se va a ahogar.
Chechu quiere correr, pero Adela le retiene.
-Déjala, cariño. Ahora sí puedo decírtelo… ¡Te quiero!
-Pero esa mujer… se va a ahogar. Tendríamos que salvarla.
El silencio es total en aquella playa, tan solo una gaviota
lanza una especie de lastimero adiós cuando la anciana, con su pamela y su
sombrilla se pierde en el horizonte, mezclándose con el azul violáceo que surge
de la mezcla entre el mar y el cielo.
Marta echa andar hacia el paseo marítimo. Chechu se deja
abrazar por una Adela cuyo llanto lo arrasa todo, arrasa el pasado y las pesadillas,
arrasa los pecados y la culpa.
2 comentarios:
Misterioso relato, Alberto. Me ha gustado, es genial. Elaborado con mucha creatividad y una destreza descriptiva admirable. Ya me contarás qué se esconde en los entresijos de la trama... es tan bueno, está tan elaborado, que sólo el autor sabe... Como siempre, un 10.
jejejejej, tal vez no sea tan solo el autor quien sepa, acaso haya una mariposa de alma grande y vivos colores que también sepa. Deberás preguntarle a ella que te responderá como mereces. Besos de luz, Rosa querida y muchas gracias por leerme con tanta benevolencia.
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