Buena noche de domingo.
Cumplo con lo prometido y este cuento responde a la
magnífica descripción que, a partir del reto que le lanzara a Francisco
Rodríguez Tejedor, me hiciera días atrás del cuadro de Joaquín Sorolla, “Niña
sobre la playa”. Que te guste, Paco, que os guste.
Buena semana.
La confesión de Celia
Soy ya muy mayor. Pronto moriré y, por eso, querido Paquito
voy a contarte mi secreto.
Claro que… tú aún no me conoces. Es que todavía no has
nacido. Faltan aún seis años para que lo hagas. Ojalá que tu madre, mi sobrina,
a la que también le pusieron por nombre el mío, te entregue esta carta.
Sí, lo sé. Te emocionarás cuando la leas. Dirán que no es
propio de hombres el que lo hagas, pero a ti nada de eso te importará porque
tendrás un corazón grande y sensible.
A mis 84 años he visto mucho. Penurias, venganzas y muertes;
sí, eso sí, pero también progreso y cambios. Historia e historias que jalonan
casi un siglo. Desde 1896 en que vine al mundo en una humilde barraca de la
huerta valenciana hasta hoy en que consumo mis últimos días en esta residencia
de viejos.
¿Sabes? Fui modelo de un famoso cuadro. Bueno, yo y mis tres
hermanos, tu abuelo también. Qué emocionante resultó. Una mañana de junio, era
domingo. Ese día yo me hice mujer. Tenía miedo. Llevaba mi vestido blanco
ribeteado de rojo, ese mismo rojo que, al despertarme, había descubierto entre
mis piernas mojando mis braguitas blancas.
Lo recuerdo bien. Como ese domingo no podía jugar con
aquellas olas tan azules que siempre formaron el mar Mediterráneo, me dedicaría
a pasear por la playa, pisando su dorada arena.
Y entonces me crucé, casi al final de la Malvarrosa, cerca
de la casa de aquel Vicentet, sí aquel Vicente Blasco Ibáñez, con un señor que
a mí me pareció muy mayor. Iba vestido con
un blusón, pantalones de pana y esparteñas. Ah, y un sombrero de paja. Y
sí, claro, portaba pinceles, una paleta con colores mil y una tela.
Me preguntó mi nombre, le pregunté tímidamente el suyo. Me
dijo que era pintor, le dije que había venido con mis hermanos. Me pidió que
posáramos para él. Me resultó divertido y se nos pasó la mañana. Mamá nos riñó
por llegar tan tarde, se había pasado el arroz. Papá estaba lejos, en la guerra
de Cuba.
Pasaron los años y me hice costurera para bordar a familias
de posibles y a monjas. Mis hermanos, tu abuelo también, marcharon de casa, uno
a la mar, otro al seminario y el tercero, tu abuelo, a Madrid. Yo seguí con
madre. Padre murió de tuberculosis. La miseria era cada vez mayor. No sabía qué
hacer hasta que me crucé con el hombre aquél.
Un hombre postinero, con su gabán y su levita, trajeado y de
porte señorial. Me atrajo sin remedio.
-Ven conmigo.
No pude hacer otra cosa que seguirle. Nos introdujimos en un
viejo local. Era, lo supe después, una imprenta centenaria. Olía a tinta, a
papel, a grasa. Estaba atiborrada de pliegos y fajos. Libros viejos por
doquier, folletos y periódicos. Yo había aprendido a leer aunque, cosiendo sin
descanso como hacía, apenas si había tenido hasta entonces tiempo de
ejercitarme en la materia.
-Yo te lo mando. Serás mi correo.
Me tenía embrujada. Me había robado la voluntad.
-Si te niegas o resistes o te vas de la lengua tu madre
sufrirá como nadie.
Sus ojos me taladraron el alma, mi alma hasta entonces pura
y virginal.
Cada día salía con mi labor para llevar los encargos, pero
cada día me desviaba de mi camino para servir a aquel demonio.
Llegó la década de los años treinta y las cosas aún fueron
peores.
Me obligó a llevar un mensaje secreto. Me obligaba a que le contara
lo que se hablaba en las casas de las señoras a las que servía.
Tenía tanto miedo…
Mamá estaba tan enferma…
Me tenía prisionera de su maldad.
Durante todos estos años he guardado silencio, un silencio
que ha aplastado mi espíritu.
Cómo podría haberme fijado en hombre alguno. Cómo enamorarme
y ponerle también a él en peligro. ¿Fui cobarde? No lo sé.
Lo que sí sé es que en aquel maldito mensaje que me vi
obligada a entregarle a cierto pasajero que partía destino a Madrid en el tren
de las 9 de la mañana aquel nublado mes de noviembre de 1930 condené al exilio
a nuestro rey Alfonso.
Todo empezó entonces. Vendría la república y la guerra y la
venganza y la muerte y el horror de la tiranía. Todo vino después y yo fui la
mensajera que dio comienzo a todo.
Podrá decirse que las cosas fueron inevitables, que yo era
una mujer indefensa a merced del mal. Podrá decirse lo que se quiera, pero niño
mío, tu tía abuela fue culpable sin remisión.
Si hubiera muerto. Si me hubiera adentrado en las mansas
aguas azules aquella mañana de junio en que me hice mujer… todo habría sido
distinto.
De nada sirvieron oraciones ni peticiones de perdón ante
Dios. ¿De nada? Tal vez de algo sí.
Una noche, ya en esta residencia de misericordia a la que me
trajeron tuve una visión.
Fue hace pocos meses. ¿Sabes. Paquito?
Tenía los ojos cerrados muy prietos, rezaba y recordaba y
entonces…
Volví a ver a aquel pintor de nombre Joaquín que me hablaba
con voz de pincel.
-Celia. No sufras más. Pronto te encontrarás de nuevo
conmigo y pintaremos juntos. Y nacerá un nieto al que llamarán Paquito y ese
niño se hará hombre, un hombre bueno. Un hombre que recibirá todas las
bendiciones que tú siempre mereciste en vida. Y se emocionará sabiendo que su tía
abuela fue modelo mía y que sobrevivió con dignidad a la culpa y al dolor. Y
será querido y respetado. Y su bondad será tal que amará sin condiciones ni
precios.
Y hoy esta carta te escribo para descargar mi culpa y mi
dolor. Ya me vence el sueño. Ya siento ligera mi alma. Ya las lágrimas dulces
corren al fin por mis mejillas. Fueron tantas y tan amargas las que he
derramado siempre…
Ay, aquella niña que una mañana de junio luminosa y festiva
se hizo mujer. Ojalá hubiera muerto entonces. Ojalá no se hubiera dejado
seducir por los luminosos colores de la inocencia.
Niño mío. Que seas más feliz de lo que lo fui yo. Que se
cumpla tu destino.
Tu abuela Celia.
Vale.
-Doctora Nerea, la residente de la 316 ha muerto. ¿Avisamos
a la familia?
-Otra muerta más. Vaya semana que llevamos. Sí, anda, ponte
en marcha. Señor Señor, adónde vamos a llegar.
Así comienza la actividad diaria en la residencia de la
capital valenciana, El refugio, aquel 13 de septiembre de 1980. Con una muerte,
sí, pero también con una promesa de vida nueva.
1 comentario:
Un poco triste, pero me gusta. Un abrazo.
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