Buena noche de domingo de Ramos.
Después de haber disfrutado de una experiencia inolvidable,
que mañana contaré, comparto mi nuevo cuento.
Ah, los regalos bienintencionados…
Un abrazo vacacional y torrijero.
La bota de clavos
-¿La vais a tirar? Pero si se encuentra en buen estado aún.
-¿En buen estado aún? Pero si es más vieja que vieja. Tiene
el cuero cuarteado y fíjate en la suela. Es verdad que tiene los clavos oxidados.
Tirémosla y ya está.
-No hagáis eso. Yo sé de una persona a la que le vendría
bien y no le hará ascos.
-¿No te referirás al mendigo Jean Claud? Pobre, desde que le
tuvieron que amputar el pie izquierdo por la infección…
-Bueno, al menos, nunca se levantará con el pie izquierdo,
jajajaja.
-Pero qué burro eres, Michel.
-Anda, anda, Marie. No seas tan formalita. Era una simple
guasa.
-Si fueras tú el amputado no te reirías tanto.
-Ale, chicos. Dejaos de disputas innecesarias. Vosotros
quedaos con lo que queráis del abuelo, que yo me guardo sus papelotes y la bota
para el bueno de Jean Claud. Que bien le vendrá para protegerse de fríos
venideros.
-Mon ami, te traigo un regalo.
-¿Una botella de Armagnac del 68? Ya ya, es demasiado para
este pobre vagabundo miserable. No sé cómo le refunfuño si siempre se acuerda
de este dejado de la mano de los dioses. Qué malos están los tiempos.
-Mi padre la tenía guardada. Debió ser importante para él.
Me he acordado de ti. Los chicos querían tirarla a la basura. No se lo permití.
Espero sea de tu talla y te resulte cómoda.
-Ah, qué buena bota. Y con sus clavos y con su guata por
dentro. Qué calentita debe ser. ¿Fue suya?
-Ni idea. La tenía bien protegida y en lugar seco. ¿Te la
pruebas?
-No, la reservo para cuando haga frío de verdad, que aún me
sirve el zapato.
-Bueno, pues disfrútala y toma estas monedas para comprar
algún bocadillo. No te lo gastes en vino, ¿eh? Bonsoir, cher ami.
-Adieu, au revoir.
Y llegará noviembre, con su escarcha y su ventisca.
Estrasburgo se poblará de guantes, gorros y abrigos de pieles. Y el bueno de
Jean Claud se verá obligado a dejar su lugar del parque, donde duerme, para
guarecerse en algún cajero o en la boca del Metro y entonces sí, entonces hará
uso del regalo que a primeros de septiembre le trajera su, más o menos, amigo,
Luc. LO hará y cuando lo haga…
Se adapta bien al
empeine y aunque algo grande, no me va nada mal. ¡Dioses, qué me sucede!
Muertos por doquier, miembros desgarrados, gritos, sangre,
cuerpos de jóvenes soldados reventados. ¡Es una batalla terrible!
¡Qué diablos! Prefiero que me salgan sabañones a contemplar
tanta carnicería de locos. Si no me la quito ya, el que terminará por
enloquecer, seré yo. Y eso sí que no. Mendigar, vagabundear, deambular, vale;
pero enloquecer, ¡ni hablar!
-Cher ami, ¿va bien? ¿Cómo te va? ¿Te pusiste….?
-No me hable, monsieur Luc. Fue calzarla y… los demonios de
la guerra salieron a mi encuentro con toda su crudeza.
-Oh. La guerra del 14. Mi padre participó en ella. En sus
diarios y cartas cita sobre todo la batalla de Mulhouse, no lejos de aquí. Cita
a un amigo suyo muy querido, un tal Albert. Habla mucho de él, de cómo se jugó
la vida por él para al final ver cómo moría entre sus brazos, de la novia que
tenía y a la que no se atrevió a visitar y muchas más cosas.
-No sería…
-¿La bota del pobre Albert? Uuummmm.
-Por si sí o por si no, tómela, se la devuelvo, que nada
quiero con ella. Da igual que se lo tome a mal. Si se atreve, póngasela usted.
-¿Yo? No sé.
-Yo, si fuera usted no lo haría, pero… al fin y al cabo, la
tenía el padre de su señoría.
-Probemos… ¡Nooooo! ¡Alejaos de mí! ¡Papá, cuidado con la
metralla!
Luc se lleva las manos a los ojos, pero sigue viendo a la
muerte trabajando a destajo en medio de la lluvia y el barrizal.
Al fin, tendrá que ser Jean Claud quien le restituya, de un
solo tirón, todas las limosnas que le había dado Luc.
-Al fin, los chicos tenían razón. Nada bueno trae esto.
Mejor será deshacerse de ella para siempre. Se disponen a hacerla pedazos.
Y conforme lo vayan haciendo, algo más sucederá.
Las visiones se irán difuminando, los cadáveres se repondrán
descansando para siempre en la fosa común del olvido.
¿Y la bota? ¿Y sus clavos? ¿Y su cuero cuarteado?
Todo ello se descompondrá como la carne pútrida desapareciendo
para siempre jamás.
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