Que esta semana que empieza sea para vosotr@s augurio de
vacaciones y felicidad.
Que estéis bien.
Con cariño de cuento feliz.
¿Qué vínculo podía haber entre un viejo almendro con sus ramas
artríticas y el tronco decrépito, y un cenagal en el que las miasmas y la
chatarra de la vida eran sus miserables moradores?
Un solitario árbol en medio del paisaje agreste de barrancos
pedregosos. Sin duda que una vez debió de ser joven, preñado de flores blancas,
como vestido de novia y fecundo en exquisitos frutos, como mesa de madre. Mas
ahora, nada queda de todo aquello.
Cerca, una ciénaga de podredumbre repleta quizá conozca el
secreto. También, ella hubo, algún lejano tiempo, de colmarse con aguas transparentes, cuna de
sueños de niño y lecho de hermosos nenúfares y juncos.
Vacío, soledad, abandono, gemidos de un viento mensajero de
desolación y muerte. Así es el entorno que recibe a Miguel a su arribada al
paraje de la Sierra del Perdón.
Poco tiene que ver lo que ve con la idea que se forjara al
partir de su mundo de rutinas y comodidades.
Sí, rutinas y comodidades que ahogaban su espíritu curioso.
Le decían que todo estaba ya explorado, que nada quedaba por descubrir, que su
tiempo tendría que haber sido el de los grandes viajeros del siglo XIX, que a
él nada le quedaba por hollar que no hubiese sido hollado en continentes
lejanos y océanos sin fin.
Pero él no quiso escucharles, no se rindió y aferró su
última ilusión con la desesperación del náufrago que se niega a sucumbir ante
la voracidad de olas inmisericordes y devoradores del mar.
Y es que, un día, en un polvoriento atlas leyó que había un
lugar remoto y olvidado de los hombres. ¿Su nombre? La Sierra del Perdón.
¿Un paraje con nombre de perdón? Se extrañó porque ¿tanta
falta hacía que se dispusiera de un sitio como aquél? ¿Era preciso crearlo? ¿Es
que no bastaba con el corazón para perdonar?
Indagó, buscó, se
documentó y se puso en marcha.
No desistió hasta llegar a la meta.
Sólo él supo la distancia recorrida y las dificultades con
que se topó.
Preguntó, durante su odisea, al azor y al águila, a la
amapola y a la cochinilla, al espliego y al cantueso, a un loco, incluso. Todos
le decían que siguiera adelante, que le quedaba poco. Lo que no le contaban era
lo que hallaría al llegar. No querían cegarle con la negra verdad.
Y es que lo que encontraría, lo que encontró, no sería otra
cosa que aridez y abandono, inmensas vetas de sal hijas de desconsolado llanto,
grietas que no eran sino verdugones en la tierra yerma.
¿Así era la Sierra del Perdón? ¿No había nada? Se arrodilló
posando sus manos en ese despojo, apoyó su espalda sobre el arrugado tronco y
tuvo la tentación de llorar. ¿Llorar? ¿También él contribuiría con sus lágrimas
a colmar la sal que lo dominaba todo?
Se fijó en la charca. Esqueletos, calaveras que le sonreían
desde su vaciedad, jirones de purulentos pellejos.
Sus más íntimos miedos parecieron ser el coro que entonaran
la canción del odio y el rencor. Negros nubarrones se abalanzaban sobre aquel
cielo lunar. Oscuridad, truenos apocalípticos, un vendaval.
Instintivamente se abrazó al mellado tronco que creyó se
desgajaría ante su desvalimiento.
Pero no, no supo cómo, el decorado empezó a cambiar.
Un fastuoso castillo se alzó ante sus ojos, allende la charca
que ahora era un majestuoso estanque con balaustrada y embarcadero.
El castillo, hermosa construcción con almenas y esbeltas
ventanas le llamaba con el rastrillo levantado; una doncella asomada al
ventanal le sonreía incitadora
; un vergel de rosales y jazmines, dalias y orquídeas, frondosos
árboles se perdían en aquel onírico horizonte de lujuriosa vegetación.
-Mi nombre es Rosalina, la prisionera y cautiva de mi señor.
¿Querrás ser tú quien me libere?
-¿Yo, hermosa doncella? No tengo espadas ni mosquetes para
la lid. ¿Cómo habría de ser vuestro valedor?
-Si os atrevéis a penetrar en esta fortaleza, el valor será
vuestro mejor aliado. El valor y el perdón.
-¿El perdón?
-Yo, señor; era virgen cuando fui entregada al rey de este
lugar. Contenta, me avine a los deseos de mis padres. No sospechaban, yo
tambpoco lo habría hecho, que me entregaban al hombre más cruel que jamás
hubiera. Tanta maldad, tanto dolor era capaz de causar. Yo era inocente, débil,
honesta. Me encerró en esta cámara y desde aquí me vi obligada a contemplar sus
crueles actos. Mataba, violaba, descuartizaba. Yo quise, puesto que morir no
podía, quemar mis ojos. Tampoco me fue concedida semejante súplica. Los años se
sucedieron, la sangre lo cubrió todo, los gritos de los desgraciados se
hicieron compañeros de mi soledad. Él murió. YO seguí aquí. Nadie venía por mí,
nadie viene, el almendro que me regalaba sus dádivas tampoco está. Siempre
esperando, anhelando que el joven príncipe de mis sueños me rescate. ¿Seréis
vos, acaso?
-¿Un príncipe yo? Jajajajajaja. Si tan solo soy un mísero
soñador.
Miguel, sonámbulo, quiere tocar unas mejillas que se le
aparecen de mármol. ¡No hay nada! ¿Quién es esa mujer que le habla?
Un horrísono estruendo de hierro se escucha a su espalda.
Sabe que ha sido apresado. La joven ya no está. Ha sido sustituida su figura de
alabastro por una mazmorra, una tumba que cada vez se cierne más opresiva,
hurtándole el aliento.
¿Qué puede hacer? ¿Rendirse? ¿Otra vez cantos de sirena. No,
ilusión es su fuerza invencible. Y perdón. Perdón a aquella doncella que le ha
seducido llamándole, fantasma aparecido; a aquéllos que no le dijeron la verdad, tanto como les
preguntó; a aquellos, en fin, que no quisieron decirle que sí había aún algo nuevo
por descubrir: la inocencia de un niño que abre sus ojos atónitos ante la magia,
la esperanza de un ciego luchador, el amor para él a pesar de que nadie confió
en que lo descubriría.
Siente, aún siente. Percibe las nudosas arrugas de aquel
tronco de almendro. Y sabe que todavía sigue vivo. Pero algo más comprende: que
habiendo perdonado ha liberado a la desgraciada Rosalina de su hechizo. Ahora
sí, ahora puede acariciarle sus mejillas que ya no son fantasmales, sino de una
suavidad de satén. Ya no le importa perderse porque, de hacerlo, lo hará en
unos ojos de cielo estrellado. Acaricia y no se cansará de hacerlo. Es tan
suave su piel.
La charca, con su perdón, se ha limpiado y hasta ella, ahora
sí, Miguel, colgado de una grácil cintura, se asoma para ver cómo en ese
estanque hay un tesoro ignorado de todos.
Y Miguel y Rosalina poblaron de nuevo, con su vida, la Sierra
del Perdón, una sierra que tú podrás encontrar si eres capaz de atreverte a
atravesar el castillo de los sueños y caminar por la vereda de la fantasía en
cuya meta encontrarás… ¡a Miguel y Rosalina!
1 comentario:
Precioso y profundo relato, misterioso como la mente humana y grande como la imaginación más sublime. Miguel encontró su tesoro y Rosalina su liberación. Le ha valido la pena enfrentarse al horror y a la desolación con valentía y esperanza y haber sido cándido e inocente ante los que callaban en balde lo que le deparaba el final de su oscuro destino... destino que se le torna claro y espléndido porque refleja su interior e intenciones.
Sin magia e ilusión nada tiene sentido, Alberto. Adentrémonos juntos en muchos más maravillosos relatos como éste. Abrazos emocionados.
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