Y por aquello de que hoy se
celebra el Día Internacional de las Librerías, tal vez quieras compartir
recuerdos de ellas. Acaso te apetezca que te cuente los míos. Quizás, hasta te
dé por visitar alguna que esté cerca de donde vives o resulte especial por su
historia, o historias.
Bien, mi librería de niño
estaba en Ágreda. No recuerdo su nombre, pero sí que a ella acudía para
gastarme parte de las propinas que me daban adquiriendo libros como “Marco el
romano”, de Mika Waltari; “Las sandalias del pescador” de Morris West; o los de
Emilio Salgari o Julio Verne. Estaba poco antes de bajar la cuesta que lleva a
la plaza. Cuando subía a Soria con mis padres, si pasaba cerca de la Imprenta
Las Heras me gustaba mirar su escaparate, lleno de libros con sus cubiertas
prometedoras de historias, iluminadas de imágenes y colores muy alejados de los
de mi pueblo meseteño.
Ya más mayor, estudiante en la
universidad de Zaragoza, pasaba muchas tardes en la Librería General mirando
libros, fijándome en sus títulos, leyendo las contraportadas, hojeando,
sintiendo e imaginando.
Otro año, trabajando ya, tuve
que venir a Madrid a hacer un curso y visité por primera vez la Casa del Libro,
en Gran Vía 29. Nunca olvidaré la impresión que me produjo el que detrás de una
estantería, hubiese otra que se descubría al correr la de delante. Nunca había
visto cosa igual: montones de libros y detrás, más aún. Qué maravilla.
Pasaría el tiempo, volvería a
la General de Zaragoza o a la Casa del Libro, pero más aún: mi primer libro se
presentó en librerías, como en La Fugitiva de Madrid, la Codex de Orihuela o El
baúl del Libro de Pilar de la Oradada. Qué emoción. Después de tantos y tantos
años buscando libros de otros, ahora también uno mío podría ser encontrado por
otro lector como yo.
Y fui a Oporto, y cómo perderme la Lello, todo
un paraíso de maderas nobles, vidrieras y confort con los libros como
anfitriones.
Sí, ésas han sido las
#librerías de mi vida. Lugares en los que me perdí, descubriendo tesoros de
fantasía, aventura y exotismo. Es verdad, sigo emocionándome cada vez que entro
en una librería, sobre todo si es de las de toda la vida, con su olor
característico a cuero y tinta, con el tacto de las hojas y las cubiertas. No
sé sus títulos, pero los toco e imagino cuáles serán. Pregunto a quien me
acompaña. ¿Qué importa la respuesta si en todos ellos se encuentra la luz que a
mis ojos les falta?
Sí, si hubiera de perderme, no
lo haría en una isla desierta; lo haría en una librería. Ojalá pudiera
recuperar la vista para volver a ver todo aquello porque hay veces en las que
no es suficiente con imaginar. Toco los libros, huelo su esencia, escucho sus
mensajes ¡pero… no los veo!
Y porque no los veo, fantaseo.
Fantaseo con librerías como la Lello de Oporto: magníficos palacios del saber,
con sus alfombras y maderas nobles, su escalera torneada, sus antiguos
ejemplares de piel y pergamino, su trastienda… librerías mágicas en las que
encontrarse con los duendes y las hadas, con personajes de leyenda que salen a
mi encuentro y me invitan a que les acompañe al interior de los viejos libros.
Librerías en las que tomarme un té con pastitas, servido finamente mientras
alguien, acaso tú, o el librero concienzudo o la librera guapa, me guían y
cuentan y explican cómo son hoy las portadas, qué obras acaban de recibir,
cuáles son sus mejores ejemplares. ¿Habrá aún una oportunidad para mí?
Y, mientras tanto, tal vez,
sólo tal vez, quizá en la próxima visita que haga a cualquier librería perdida
de cualquier ciudad, esté aguardándome la mejor de las historias: ésa de la que
tú, y tu risa, serán protagonistas, sin ninguna duda.
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