viernes, 13 de noviembre de 2015

Las librerías de mi vida



Y por aquello de que hoy se celebra el Día Internacional de las Librerías, tal vez quieras compartir recuerdos de ellas. Acaso te apetezca que te cuente los míos. Quizás, hasta te dé por visitar alguna que esté cerca de donde vives o resulte especial por su historia, o historias.
Bien, mi librería de niño estaba en Ágreda. No recuerdo su nombre, pero sí que a ella acudía para gastarme parte de las propinas que me daban adquiriendo libros como “Marco el romano”, de Mika Waltari; “Las sandalias del pescador” de Morris West; o los de Emilio Salgari o Julio Verne. Estaba poco antes de bajar la cuesta que lleva a la plaza. Cuando subía a Soria con mis padres, si pasaba cerca de la Imprenta Las Heras me gustaba mirar su escaparate, lleno de libros con sus cubiertas prometedoras de historias, iluminadas de imágenes y colores muy alejados de los de mi pueblo meseteño.
Ya más mayor, estudiante en la universidad de Zaragoza, pasaba muchas tardes en la Librería General mirando libros, fijándome en sus títulos, leyendo las contraportadas, hojeando, sintiendo e imaginando.
Otro año, trabajando ya, tuve que venir a Madrid a hacer un curso y visité por primera vez la Casa del Libro, en Gran Vía 29. Nunca olvidaré la impresión que me produjo el que detrás de una estantería, hubiese otra que se descubría al correr la de delante. Nunca había visto cosa igual: montones de libros y detrás, más aún. Qué maravilla.
Pasaría el tiempo, volvería a la General de Zaragoza o a la Casa del Libro, pero más aún: mi primer libro se presentó en librerías, como en La Fugitiva de Madrid, la Codex de Orihuela o El baúl del Libro de Pilar de la Oradada. Qué emoción. Después de tantos y tantos años buscando libros de otros, ahora también uno mío podría ser encontrado por otro lector como yo.
 Y fui a Oporto, y cómo perderme la Lello, todo un paraíso de maderas nobles, vidrieras y confort con los libros como anfitriones.
Sí, ésas han sido las #librerías de mi vida. Lugares en los que me perdí, descubriendo tesoros de fantasía, aventura y exotismo. Es verdad, sigo emocionándome cada vez que entro en una librería, sobre todo si es de las de toda la vida, con su olor característico a cuero y tinta, con el tacto de las hojas y las cubiertas. No sé sus títulos, pero los toco e imagino cuáles serán. Pregunto a quien me acompaña. ¿Qué importa la respuesta si en todos ellos se encuentra la luz que a mis ojos les falta?
Sí, si hubiera de perderme, no lo haría en una isla desierta; lo haría en una librería. Ojalá pudiera recuperar la vista para volver a ver todo aquello porque hay veces en las que no es suficiente con imaginar. Toco los libros, huelo su esencia, escucho sus mensajes ¡pero… no los veo!
Y porque no los veo, fantaseo. Fantaseo con librerías como la Lello de Oporto: magníficos palacios del saber, con sus alfombras y maderas nobles, su escalera torneada, sus antiguos ejemplares de piel y pergamino, su trastienda… librerías mágicas en las que encontrarse con los duendes y las hadas, con personajes de leyenda que salen a mi encuentro y me invitan a que les acompañe al interior de los viejos libros. Librerías en las que tomarme un té con pastitas, servido finamente mientras alguien, acaso tú, o el librero concienzudo o la librera guapa, me guían y cuentan y explican cómo son hoy las portadas, qué obras acaban de recibir, cuáles son sus mejores ejemplares. ¿Habrá aún una oportunidad para mí?
Y, mientras tanto, tal vez, sólo tal vez, quizá en la próxima visita que haga a cualquier librería perdida de cualquier ciudad, esté aguardándome la mejor de las historias: ésa de la que tú, y tu risa, serán protagonistas, sin ninguna duda.

    

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