Entre Valladolid y Peralejos de las Truchas recorro la Senda
del Tiempo: solidaridad, amistad y sentidos
Hace años el grupo de rock vallisoletano, Celtas Cortos
compuso una canción que forma parte de la banda sonora de mi vida. Se trata de “La
senda del tiempo” y cada vez que la escucho algo se remueve en mi alma. Te pego
enlace al vídeo que la reproduce: https://www.youtube.com/watch?v=J7DTt0oxy3o
Y esa misma Senda del Tiempo es la que durante los dos
últimos fines de semana he tenido la fortuna de recorrer. Una senda que comenzaría hace 400
millones de años, cuando el actual triángulo que se forma entre Guadalajara,
Cuenca y Teruel estaba inundado por un mar helado. Ese mar, andando el tiempo
se retiraría y daría lugar a unos paisajes majestuosos en el presente, únicos,
surcados de barrancos y bosques, de cascadas y praderas: el Alto Tajo. Pero
también, esa Senda que discurre por las calles de Valladolid y que atraviesa,
coronada por el Pisuerga, un glorioso pasado de Corte y realeza, que avanza
hacia la industrialización del siglo XIX y que hoy culmina en magníficas plazas
y avenidas. Senda que también me conduce a Peñafiel, con su castillo y a San
Bernardo, con su monasterio y su museo de Vinos Emina-Matarromera.
Pero yo solo no habría podido recorrerla. Habría sido vano
mi deseo. Necesitaba para culminarla en su meta, de la constancia de Elena y Miguel,
amigos eternos _como la propia Senda_ pero también amigos nuevos como Susana,
Maribel, Juan Carlos, Gemma y Jose.
Mi pasión de peregrino de la vida, y de esa Senda, hizo que
quisiera asistir a la cena solidaria que la Fundación Alaine organizaba por
primera vez en la capital castellana, cena en la que, otra vez más, mis Huellas
de Luz estuvieron presentes. Cómo no hacerlo, si el sueño de Alaine es mi
sueño: eliminar las barreras para que quien quiera superarse y busque un futuro
de esperanza y concordia, no tenga que resignarse a la exclusión o a la
impotencia del ser rechazado. Allí firmé alguno de los ejemplares de mi obra,
como a Mercedes, quien lo adquirió pensando en sus alumnos del colegio de las
Teresianas, a los que les iría leyéndoles los relatos que lo integran.
Que nos llevaría a Elena y a mí a querer hacer un paseo fluvial
en el barco La leyenda del Pisuerga, asistir a la teatralización de episodios
legendarios como cierto asesinato en casa de Cervantes o fenómenos fantasmales,
ambientados en la morada, que fuera del dramaturgo, José Zorrilla o los restos
de la colegiata donde fuera ajusticiado injustamente un aspirante a cirujano. Y
que buscaríamos una visita guiada por el casco histórico, cuya guía se
empeñaría en hacernos sentir como inválidos.
Pero que también avanzaríamos en un domingo increíble por el
clima y la generosidad de Maribel, Juan Carlos y Leire en esas visitas a un Museo
del vino, casi perfecto en accesibilidad, si no fuera porque le faltaba una
señalización táctil de los códigos QR pero que por lo demás, estuvo genial
porque pudimos tocar elementos de la talla de ánforas y cráteras, alambiques y
prensas, además de oler esencias de anís, lavanda, o tomillo. Ese domingo en
que Leire, a sus 8 años, nos da toda una lección de compromiso e imaginación
queriendo entrevistarnos para luego contarlo en el cole.
Esa Castilla meseteña de maizales y viñedos, de planicies e
Historia nos dejó anécdotas y encuentros inesperados, tapeos y soberbios
manjares.
Ah, claro… que la senda debía seguir recorriéndola para
llegar a Peralejos de las Truchas y encontrarme con Jose y Gemma, artífices de
un proyecto genial: Sentir el Alto Tajo. Proyecto que aspira a mostrar el
entorno de forma sensorial, recordándonos que la vida, como el viajar, es mucho más que ver, es escuchar el silencio
para comprender los mensajes de los duendes y las hadas, del río y los árboles;
es tocar las piedras fosilizadas y las setas recién salidas; oler aromas de
magia y misterio; pisar alfombras de hierba y musgo, recibir el abrazo de las
fuentes y cascadas.
Jose y Gemma me ayudaron a ver eso que yo nunca veré, pero
que acaso quienes ven, tampoco lo hagan porque no saben mirar. Miguel y yo nos
impresionamos profundamente, percibiendo el vacío en la piedra sacrificial del
santuario celtíbero de Prado Lobera y la solidez de rocas en formación. Todo un
privilegio sensorial que pocos, como ellos, sabrían descubrir y compartir. Aprendemos
a disparar con cerbatana y recordamos las escenas de una novela estupenda de
José Luis Sampedro, “El río que nos lleva” con los gancheros y la cotidianeidad
de las gentes del campo.
Mientras Jose nos transmite sus vivencias de intrépido
explorador de cuevas y bosques, Gemma nos enseña tipos de setas y plantas
medicinales.
Lo sé, sé que mi senda del tiempo no ha terminado aún. Sé
que aún he de recorrerla, tal vez en
soledad, acaso acompañado de esos viejos amigos de siempre y de otros nuevos
que me regalen sus manos y su voz y su vista. Senda serpenteante y ondulada, en ocasiones, yerma y pedregosa,
pero casi siempre tupida de la frondosa sombra que refresca el ardor de mi
ceguera y sacia mi hambre de sentir y compartir.
Y porque querría que esa senda sea recorrida por más
personas como yo, pero de forma menos ardua de lo que a mí se me presenta,
quise reivindicar y sugerir: reivindiqué, junto con Elena el que la inclusión
del Turismo sea un hecho de verdad y no una mera entelequia teórica y que Gemma
cree un pequeño mapa en relieve del entorno y se haga con un álbum de texturas
que representen la variedad que tiene Peralejos de las Truchas.
¿Adónde
me llevará mañana mi senda del tiempo? ¿Con quién me encontraré a su paso?
Ojalá seas tú quien me diga… “Albertito, toma mi brazo que voy contigo
adelante, que la luz nos acompaña y la magia nos ilumina.” Y entonces, volveré
a comprobar aquello que alguien me enseñó una tarde de julio regresando en
autocar de Soria a Madrid: “que la distancia no está en los caminos que hemos
de recorrer, si no en los corazones que no saben ver.”
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