Buena noche de domingo.
Se cumplen hoy 19 años de la muerte del
que siempre será la primera persona que me hizo sentir que yo podía ser, pese a
la ceguera, alguien autónomo, como los demás; no un inútil ciego ni una carga
para mi familia. En su memoria, vaya este cuento.
Va por ti, Juan Rafa,. Estoy seguro de
que desde el País de los Sueños, sonreirás burlón ante mis ocurrencias y
murmurarás aquello de… “Vivir para ver y Bert (por mí) para vivir”, como
siempre me decía cuando vivía.
Un abrazo ingenioso.
Cuentos a la luz de los valores
El gran ingenio del pequeño Juan
Eugenio
El pequeño Juan Eugenio no es que sea
pequeño por edad, si no por estatura. No es que sea un niñito esmirriado o
débil o pusilánime. Juan Eugenio es grande por edad, pero pequeño de estatura.
Pequeño sí, pero grande en ingenio.
Juan Eugenio lleva su nombre por la
admiración que sentía su madre por aquel poeta madrileño que hiciera versos a
los Amantes de Teruel y a otros personajes de la gloria patria durante el siglo
XIX. Y es que la madre del pequeño Juan Eugenio era voraz lectora entre
costuras en el pueblo de Bello, allá por las cercanías de la laguna de
Gallocanta en Teruel, precisamente. Mujer de pueblo, pero ciudadana de la lectura
y la dulzura, se empeñó en otorgar semejante apelativo a su segundo vástago.
Luego vendrían algunos más, algunos medraron; otros, murieron.
Nació Juan Eugenio destinado, lo mismo
que su padre a pastorear ovejas y afrontar la helada y la nieve, el calor y la
soledad en la majada. Podría haberse dedicado al cereal de secano o estudiar en
el Seminario de la capital, pero nada de eso le hacía gracia al pequeño Juan
Eugenio.
Estamos hablando de los años cuarenta,
cuando la posguerra hincaba los dientes en la dura tierra de las españas,
tiempos de miseria y dolor, de levantarse aunque no hubiese fuerzas para
caminar.
Parecía que todo estaba escrito en el
libro de la vida de nuestro protagonista. Pequeño pero recio, encontró sin que
nadie supiera dónde un lema para su destino: “la inteligencia se mide de las
cejas para arriba” y se empeñó en demostrar que ésa era su verdadera estatura,
la del ingenio.
Y así, desde muy pronto, cuando aún de
chico, empezó a fabricar pequeños artilugios para mejorar las condiciones de
vida de su familia, intuyó que encontraba la llave que abría la puerta del éxito:
cuencos mejores para el ordeño que aprovechaban hasta la última gota de leche,
mejoró el procedimiento de hacer quesos, encontró soluciones para que los
corderillos recién nacidos no muriesen como antes y así, cada vez creaba más y
mejores herramientas e inventos. Con todo, ya cuando muchos veían en la
emigración a las ciudades o al extranjero la solución al futuro, él fundó la
fábrica Amantes de la Sierra en la que se producirían los mejores productos
lácteos de la región.
Juan Eugenio casó con Loli, la única
muchacha que supo verle como era y los años fueron uniéndoles progresivamente.
Ella le entendía y apoyaba, él se sentía tranquilo. No les importaba que los
envidiosos les tildasen de puntos e íes, ellos se entendían bien sabiéndose los
dos íes.
Ya es mayor Juan Eugenio, viejo
incluso. Ya ha conseguido que los de su pueblo se olviden de su estatura y se
fijen en su ingenio. Algunos le envidian por lo que le critican y desprecian;
la mayoría le admiran, querrían ser como él: menos altos, y más ingeniosos.
Le gusta pasear por el campo cuando
puede, pocas veces; le gusta echar la partida en el teleclub cuando no anda en
negocios, pocas veces; le gusta llegarse al cementerio a visitar a sus padres
cuando no está de inauguraciones, pocas veces; le gusta todo eso, pero sobre
todo lo que ahora le gusta es jugar con su nieto a construir con piezas de plástico.
Su nieto será como él, cree. ¿Será como élñ? Quién sabe.
Su nieto David no ha tenido que
espabilarse, no ha tenido que cultivar como Juan Eugenio cultivó un fruto que
no nace de la tierra, por fértil que sea, si no de la cabeza, por pequeño que sea
su dueño.
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