Buena noche de domingo.
Aquí mi nuevo cuento de la Vieja Dama
Un abrazo y feliz semana.
Una pasajera
Por la estación madrileña de Atocha deambulan innumerables
pasajeros y acompañantes. Son seres anónimos que transitan por sus
instalaciones, que vienen y van, tristes abrazos de despedida y gozosas
muestras de bienvenida, y reencuentro. Tienas, cafeterías, proyectos o fracasos.
Da igual que a ese lugar o a otros como ése, lleguen trenes,
autobuses o aviones. Siempre es lo mismo: gente de paso, profesionales que
trabajan en ellas y gente, mucha gente que va y viene.
En este marco tan común pero tan señero para la capital nos
encontramos con una pasajera anodina. Nadie parece fijarse en ella, al fin y al
cabo nadie la conoce. Por qué habría de llamarnos la atención. Está sentada en
un banco junto al jardín botánico que se inauguró cuando la Expo de 1992, en
aquellos fastos del ventenario y la inauguración de la alta velocidad.
Pero si nos fijáramos, veríamos que mira atenta, como si
tomara nota en un ordenador o en un cuaderno. ¿En qué se fijará? ¿Para qué lo
hará? ¿Quién será?
No parece tener prisa, no parece que vaya a viajar a ninguna
parte. Tal vez sea alguien desocupada que entretiene sus interminables horas en
un lugar como ése, una especie de universo multicolor y variopinto.
A su lado se sienta un viejo triste. Otro, tal vez como
ella, desocupado y solitario aunque, en su caso, no mire si no al suelo con la
mirada perdida, vaga, hudiza.
-Se está bien aquí. ¿Viene mucho? Yo suelo pasar aquí mis
buenos ratos, sobre todo en invierno. Al menos se está caliente.
La mujer no contesta. Sigue escudriñando rostros y amagando
con apuntarlos en ese ficticio ordenador.
El hombre sigue hablando solo. No le importa que la otra no
le responda. Tanto le da.
Al fin la mujer le mira.
-¿Querría morirse?
-Bueno, hija. A mí ya todo me da igual. Se me murieron los
míos. Sólo quedo yo de aquéllos a quienes quise. Mi Esther, mi Carlos y mi
Rocío, los amigos. Todos fueron muriendo.
-¿Querrías venirte conmigo?
-Contigo? ¿Adónde? En la residencia no me tratan mal. Las
chicas son cariñosas.
-Adonde alguien te espera.
-¿Esperarme a mí? Nadie me espera aparte en la residencia.
-Anda, vámonos. Dame la mano. Es hora ya.
Los dos se levantan sin prisa. Se dirigen hacia una de las
salidas de la estación mezclados entre otros muchos, pero en cambio de los que,
como ellos salen, no llevan equipaje alguno.
Se pierden en el ocaso del ruido y las prisas.
¿Sabéis algo de Saturnino? Es raro que no haya llegado ya.
-Don Antonio. El residente de la 208, Saturnino Cerezo no
llegó anoche a la hora de la cena ni tampoco lo ha hecho aún. No sabemos qué
hacer. ¿Llamamos a la policía?
-Déjeme que mire en el ordenador a ver si encuentro algo en
el registro de hospitalizados. Ajá… aquí está.
-¡Murió anoche en la estación de Atocha! Pobre hombre. Era
muy educado y formal. Le tenía cariño.
-Ya, Susana. Sé que siempre acabas cogiéndoles cariño, pero
es ley de vida. Son muy mayores. Ande, llame al tanatorio para reclamarlo.
Esperemos tenga recursos suficientes para que no acabe en la fosa común.
-Ah, no. Creo que tenía comprado un nicho en su pueblo de la
provincia de Cuenca.
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