Buena tarde de domingo:
Tras días intensos de emociones y compañía del mayor valor,
completamos el lamento que el domingo anterior fue negro y que ahora es blanco.
Que lo disfrutes.
Un abrazo cálido.
Lamento blanco
Blancos son los vendajes de la momia que fuera enterrada
hace miles de años en su viaje a la inmortalidad y que acabó siendo pasto de
los carroñeros de tumbas en pos de legendarios tesoros.
Blanca es la mortaja que cubre el cuerpo sin vida de la
joven enamorada que, ignorada del Amor, acabará suicidándose con las tijeras de
la cocina de su madre, en una noche solitaria en que los demás se han ido a la verbena
de san Miguel.
Blanco es el ataúd del niño recién nacido que, al tiempo que
nace, cae en brazos de la muerte, en forma de asfixia.
Blanca es la nieve que cubre el cementerio una mañana de
marzo, cuando unos padres, los mismos que quisieron descubrir tesoros
lejendarios, que vieron cómo su hija se suicidaba y su bebé moría asfixiado, lo
visitan, con su pelo blanco de ancianos, su mirada blanca de pena y sus manos
blancas de nada.
Lamento blanco de la muerte blanca, esa muerte que no quería
a los negros y que acabó llevándoselos a todos por una niña de mirada blanca.
Blancas son las lápidas que cubren las sepulturas de tierra.
Lápidas blancas inscritas con letras negras. Recuerdos y nombres, nada más.
Crisantemos blancos son los que las manos de esos dos
ancianos depositan cada día en las tumbas de sus hijos muertos, a la espera de
que para ellos también haya una mortaja blanca.
¿Y por qué tanta desolación? ¿Tanta pena de dos ancianos
solitarios? ¿Porque se atrevieron a profanar en su intrépida juventud una tumba
en un remoto desierto?
Todo es blancura cegadora. Luz blanca al final, nieve blanca,
vendas, mortaja, ataúd, lápida. Todo es así. ¿Cómo habrían podido distinguir,
entonces, su fin?
La sangre roja de dos ancianos de pelo blanco mancha la
blanca sepultura de aquellos dos hermanos. Sus padres están muertos, también.
Mas para ellos, no hay nada blanco. Roja sangre, nieve sucia, cielo de plomo.
Lamento blanco para dos miserables ancianos que tan felices
se las prometían un lejano día de mayo de 1927, cuando descubrieron una
pirámide desconocida por todos durante miles de años.
¿A quién pertenecía? Realizaron meticulosas excavaciones y
estudios pormenorizados. Se sentían triunfadores, pasarían a la Historia.
Lamento blanco, desolación, muerte, fracaso, nada.
La muerte sonríe con su dentadura blanca , calavera traviesa
de vengativas acciones.
La que debió ser faraona y a la que asesinaron unos hombres
vestidos de negro, con puñales sin alma. Esa faraona envuelta con vendajes
blancos ad eternum ve cómo sus descubridores yacen muertos también. Sí, pero de
ellos nadie se apiadará, nadie querrá amortajarlos con mortaja blanca para el
postrero viaje. Su sangre roja, mancillando la blanca nieve, ensuciándola.
¿Nadie? Sí,, sí. La joven enamorada abandonada del amor y el
bebé recién nacido. Ellos sí se apiadarán de unos padres a los que, al fin, la
muerte para ellos es vida. Luz blanca, cegadora y pura.
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