Buena noche de domingo.
Regresado ya de las vacaciones navideñas, permíteme que, con
mucho cariño, pero, no menos humildad, comparta mi primer cuento de este 2015
recordando a Louis Braille, en el aniversario de su nacimiento. Cómo no
recordar…
Un abrazo de bienvenida.
El soñador de puntos
Si al narrador de esta historia le hubiera sido dada la
cualidad de jugar con el tiempo, se habría trasladado a la noche del 30 de
septiembre de 1819 y habría acompañado en sus desvelos a un joven muchacho de
10 años. Debía de estar nervioso aquel chico. A la mañana siguiente, la
diligencia le conduciría a la capital. Tendría que aprenderlo todo, sus calles,
sus voces y sonidos, sus lugares ignotos...
Y, sin embargo, estaba ilusionado. Iba a estudiar para ser
alguien el día de mañana. En el pueblo, ni su maestro ni el cura párroco eran
capaces de enseñarle ya nada más, tal era la inteligencia del rapaz.
Sus padres lo habían preparado todo. El padre iría con él a
la ciudad para asegurarse de que su retoño era dejado en buenas manos, conforme
fue lo que le dijeron. A la madre, la separación le estaba costando gran
zozobra, por mucho que le dijeran que era lo mejor para el niño.
Louis, que así se llamaba nuestro protagonista, se acostó al
fin, tras dejar todo preparado. Saldrían temprano y no quería perder el poco
tiempo de que dispondría en las prisas del equipaje, no quería pensar, no. Se
haría fuerte y abrazaría a su querida madre y a sus hermanos, se impregnaría de
los olores y sonidos del pueblo para grabarlos en la memoria. Estaba seguro de que
en la gran ciudad las cosas serían muy distintas.
El narrador de esta historia se cuela en aquella casa-taller
del artesano del cuero y en silencio observa cómo va cambiando la expresión de
Louis. De inquieta pasa a relajada y luego a sorprendida. ¿Qué estará soñando?
Ajá, el narrador de esta historia se cuela también en los
sueños del chico y lo que ve es…
¿Una premonición?
Es raro el sueño de aquel muchacho. Se halla en un aula
grande, lóbrega. Está impartiendo una clase o discutiendo con alguien mayor que
él. Se ha empeñado en coger una tablilla y ha comenzado a practicar unas
curiosas incisiones en ella. Son como puntos en relieve. Deja el punzón con que
los ha hecho y les pasa las yemas de sus dedos. Sonríe.
Y sí, faltaría más, el narrador de esta historia, se asoma a
esa tablilla que aparece en los sueños del chico. ¡Son puntos sin sentido!
¿Puntos sin sentido? Y, no obstante, el muchacho vuelve a pasar por ellos las
yemas de sus dedos y al hacerlo pronuncia palabras extrañas que hablan de su
pueblo, el río, los árboles, el trabajo de su padre con el cuero…
Louis, el soñador de puntos, años después comprenderá que lo
que aquella noche de 1819 soñó fueron su sistema de puntos, un sistema que aún
más tarde se convertiría en universal llave de acceso al conocimiento.
Y que pese a su temprana muerte, muchos como él, le
recordaban y continuaban, como hiciera él durante su sueño, pasando las yemas
de los dedos por los puntos que él diseñara. Y que haciéndolo se producía la
magia de transformar la oscuridad incomprensible en luz germinadora de
historias, fábulas, cuentos, aventuras y mucho mucho más.
Y yo, narrador de esta historia, te digo que yo también,
hoy, 206 años después de que aquel soñador naciera, paso las yemas de mis dedos
por unos puntos como los que soñara aquel muchacho que estaba a punto de
marchar a estudiar, dejando su pueblo para enfrentarse al laberinto parisino
que tantas veces, después, sería retratado por los grandes escritores de aquel
siglo XIX de revoluciones y fervor romántico.
Pero no, yo no sueño puntos. Los toco y recuerdo. Recuerdo a
aquel muchacho. Lo que debió sentir la noche de su partida siendo ciego, dejar
su pueblo de Coupvray y enfrentarse a París y al nuevo colegio. Años vendrían
de amistades y enemistades, triunfos y derrotas, incomprensiones, envidias,
afectos y lealtades.
Años y años, tiempo sin tiempo. Todo eso, sí, pero algo es
cierto, por encima de esta quimérica historia, que los puntos que él soñó
siguen siendo toda una realidad, tan importante e iluminadora como la que él
soñara en su humilde casa de aquel pueblecito francés.
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