Buena
noche de domingo.
Retomamos
ya definitivamente la actividad tras las fiestas navideñas y de año nuevo.
Espero no haber perdido la poca o mucha capacidad creativa que siempre creí tener.
Feliz
semana y cuidado con las citas misteriosas, por muy seguras que puedan
parecernos, jajajajaj.
Un
abrazo.
Cita
en el garaje
Las
luces de los fluorescentes y los faros de los coches centellean junto a los
olores de combustible quemado y caucho en aquel garaje de uno de los
rascacielos parisinos en el centro de negocios de la capital.
Durante
el día, el tráfico en él es incesante pero de noche apenas quedan vehículos
estacionados. Y por eso, cuando se persigue algún secreto negocio se hace
siempre a altas horas.
La seguridad es grande en el edificio,
pero siempre puede burlarse con el conveniente ingenio o so pretexto de
intempestivas reuniones de negocios. Para acceder a él debe franquearse la
entrada mediante la oportuna tarjeta digitalizada a nombre de alguno de los
miles de trabajadores que ocupan su tiempo en las distintas empresas que
radican sus sedes en los 86 pisos de la Tour Montparnasse.
Todo esto bien lo sabe una enigmática
mujer que se hace llamar Germaine Beaumont. Y porque lo sabe bien, ha querido
citar allí al todopoderoso magnate del tráfico de obras de Arte François
Cretelle, un hombre soberbio y sin escrúpulos que cuenta en su haber con una
larga lista de delitos, sin que le haya llegado a importar, bien que antes de
alcanzar el olimpo del hampa, mancharse las manos con la sangre de sus rivales.
Para este truhán, la cita es una de
tantas. Escoltado con su guardia de corps, bien pertrechada de metralletas y
dispositivos electrónicos de seguridad, no parece tener mayor riesgo. La dama
se dirigió a sus contactos para ofrecerle un cuadro único, una ganga, una joya
de Henri Rousseau, el iniciador del estilo Naif de ingenua temática pero
colorido brillante.
¿Quién es la enigmática Germaine
Beaumont? ¿Qué interés puede tener al citarse con semejante alimaña del Arte?
El equipo de Cretelle ha tratado de
rastrear su identidad, pero nada han conseguido. Sospechan que ese nombre es falso
por tanto, algo nada extraño en los ambientes en que se mueven. La noche del
encuentro, a la una de la madrugada de un martes cualquiera, todo parece estar
bajo control. Según les ha especificado la mujer, siempre a través de correo
electrónico cifrado, la cita será rápida. Un instante en el que se intercambiarán
la mercancía: el cuadro por un millón de euros en billetes pequeños y usados.
El Mercedes clase A del traficante se cruzará con el Citroen de Germaine, se
abrirán las ventanillas, se hará el negocio y con una diferencia de 15 minutos
los coches saldrán a la noche. Fácil, limpio y seguro.
Así se hará. Los guardaespaldas de
Cretelle estarán instalados en todo el perímetro del lugar, cubriendo todos los
ángulos. ¿Por qué entonces habría de temer nada el gran Francçois Cretelle?
¿Por qué habría de disponer sus asuntos importantes, esos que uno ordena
siempre poco antes de morir?
El Mercedes y el Citroen se ponen en
paralelo. François Cretelle acciona el mando para bajar la ventanilla. La mujer
ya lo ha hecho. Coge el maletín con el dinero, lo saca esperando que su
interlocutora haga lo mismo y entonces…
La mujer se quita las gafas oscuras que
traía y lo que contempla François Cretelle le encoge el alma. Las cuencas de
los ojos de ese demonio, no puede ser otra cosa, están vacías y con lo que le está
mirando es con sangre.
Una garra descarnada le ha cogido la
mano y lo arrastra con una fuerza descomunal elevándolo de su asiento.
François quiere gritar, apelar a sus
fieles pero nada puede hacer más allá de expirar un último estertor y caer,
fláccido al cuero negro del asiento.
A la gente de Cretelle todo le ha
parecido normal por lo que dejan salir al Citroen, conforme se les había
indicado. Esperan que enseguida vendrá su jefe y les dará instrucciones. Pero
el tiempo parece haberse detenido. Treinta minutos después de que saliera la
mujer el Mercedes sigue parado por lo que deciden ir a ver qué pasa. Y cuando
lo hagan, se quedarán atónitos. El cadáver de François será lo que descubran.
¿Cómo ha podido ser? No pueden entenderlo. Más aún cuando contemplen la
horrorizada mueca de su jefe, un rictus mortal impropio de quien se las ha
visto con lo peor del ser humano.
¿Quién era esa mujer? ¿Cómo ha podido pasar?
¿Qué harán ahora? ¿Salir huyendo y dejarlo allí? No, mejor será que
desaparezcan con todo y traten de ocultar la muerte lo más posible, al menos
hasta que alguien con mayor autoridad pueda tomar las riendas garantizándoles
que no habrá represalias por su incompentencia. Tendrán que encontrarla, hacer
lo que sea, pero… ¿cómo si nada pudieron averiguar de ella? Tal vez si siguen
el rastro al cuadro… Sí, eso harán. El problema, otro más, les asaltará cuando,
conozcan que el título de la pintura que supuestamente iba a adquirir su jefe
desapareció en un incendio del que tampoco pudo saberse el origen durante los
convulsos días de mayo del 68.
¿Quién era aquella mujer? Nunca podrán
saberlo por mucho que quienes quisieron saberlo, tendrían la desgracia de
encontrarse con ella de forma inexorable, antes o después, pero siempre al
final de sus vidas.
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