Buena tarde de domingo.
Que no os suceda nunca como al protagonista de mi cuento de hoy. ¡Hay tanto que observar!
Que estéis bien.
Un abrazo de calor y colores.
El pasajero del vagón número 13
Los pasajeros descienden, en cada parada, del vagón. Yo sigo a lo mío, no quiero distraerme de la lectura no sea que alguien me pregunte o quiera pegar la hebra y no tengo ninguna gana de palique. ¡Hay gente tan pesada!
Como cada mañana, al amanecer me he subido al Tren de la Rutina. Alguien más supersticioso habría preferido no hacerlo ese día. Y es que el vagón al que subí, por aquello de que fue el que paró enfrente de donde yo me encontraba, era el número 13.
Mi trayecto es indefinido. No tengo prisa por bajar.
El tiempo no importa. Nadie me espera al salir. ¡Estoy tan solo!
El tren mantiene su itinerario habitual. ¿Quién lo conducirá? ¿Será automático? ¿No habrá nadie que lo lleve? ¿Y si equivocara su destino?
Bajo mis ojos hacia el papel. No quiero que, por un error, se encuentren con otros ojos que tienten a los míos a cruzar el puente de la nada. No me importa que pudieran ser los de una mujer, perfilados de promesas y picardías. No, no quiero.
No quiero mirar nada, ni siquiera a la ventanilla que queda a mi derecha, no vaya a ser que me tope con algo hermoso que me atraiga e impulse a bajar. El papel preñado de grafías negras debe ser su único imán. Nada de curiosidades estériles, nada de posibles sorpresas.
Abstraído como estoy de nada me apercibo. No me he dado cuenta de que ya viajo solo, de que algo extraño ha sucedido, los frenos chirrían. Estrépito.
¿Dónde estoy?
Todo es oscuridad.. No tengo más remedio que…
Tendré que levantarme del asiento. Ya no recordaba lo incómodo que son estas tablas.
¡No puedo levantarme!
¡No puedo moverme!
Algo hace que esté aprisionado.
Ahora sí quiero que mis ojos miren. Ahora mis ojos nada ven. Oscuridad total. Se me cae el libro de las manos.
Continúan los chirridos y el estrépito. ¿Será posible que…? Mi mente formula una inverosímil posibilidad: estás en el cementerio de los trenes. Este viejo tren va a ser desguazado y tú con él. Serás convertido en un amasijo informe.
¿Será posible que no se den cuenta de que aún quedaba un último pasajero en el vagón número 13?
-¡Escúchenme! ¡Estoy aquí!
Empiezo a notar que están elevando la máquina. La zarandean. Trato de aferrarme para no caer. Vuelvo a gritar. ¡El techo se viene sobre mí como si fuera empujado por el puño de un gigante!
Cada vez tengo menos aire y menos espacio para respirar.
¿Y mi libro? ¿Adónde fue a parar?
Por fin puedo liberarme de la garra que me tenía soldado al asiento. ¿De qué me sirve? Todo se cierne sobre mí. Intento encontrar un resquicio por el que salir de aquella madriguera de muerte.
Me arrastro, trato de esquivar el amasijo de hierros y madera, de cristales.
Ya no puedo gritar, no me quedan fuerzas. ¿De qué me habrían servido de tenerlas?
Ahora me acuerdo, ahora me arrepiento. ¿Por qué no alcé la vista cuando podría haberme salvado?
¡Dios! Una maza brutal se abalanza sobre mí. No podré esquivarla.
Chatarra, destrozo, herrumbre, gusanos, ratas. Ese será el destino maldito del último pasajero del vagón número 13.
Alguien, mucho tiempo después, encontrará unas hojas cuarteadas por la humedad y sin que casi pueda leerse su contenido. Ese alguien, curioso por naturaleza, observador, continuo fisgón, las recogerá porque tal vez de ellas pueda extraerse una increíble historia que le dé el artículo que se hará merecedor del mayor galardón que se concede en el mundo del periodismo. Una historia de un pasajero que cada día subía al Tren de la Rutina y que se negaba a mirar, una historia en la que cuando ese pasajero quiso, por fin, levantar la vista para hacerlo, lo único que pudo contemplar fue su propia muerte.
domingo, 17 de noviembre de 2013
El pasajero del vagón número 13
Publicado por Alberto en 7:31 p. m.
Etiquetas: Relatos
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