Dedicado a mi prima María Gil Gil que, hace unos días indicó
un “Me gusta Fuentestrún” en Facebook, comparto vivencias que experimenté el
pasado fin de semana en mi pueblo, ese Fuentestrún de la Meseta castellana en
el nordeste soriano, a tiro de piedra del Moncayo.
Ya comenté algo de la odisea que me había supuesto llegar al
autobús que me conduciría hasta él. La estación, uno de tantos intercambiadores
de Metro y autobuses que hay en Madrid lleva de obras largo tiempo. El caso es
que ahora se ha cambiado el lugar desde donde parten los autobuses de largo
recorrido. Tuve que hacer un estupendo ejercicio de paciencia ante la sempiterna
respuesta de la gente: “siga recto, al fondo, para allá (señalan con el dedo)”,
nadie me ofrece su brazo, pero, claro,
¿cómo seguir la línea recta en un espacio sin paredes ni caminos que la marquen
sin ver? ¿Con columnas, bancos y personas con sus equipajes que te obligan a
esquivarlos? En fin, llegué, claro que sí, cómo no. “Ése es el autocar” “¿Está
abierto, puedo subir ya? “No, espere” “¿Estaré al lado de la puerta? ¿Se me irá
sin yo subir a él? ¿Me verá el conductor? Tendría narices que se me escapara
delante de los morros (incertidumbre, nervios).” Menos mal que llega una pareja
muy amable y sensibilizada con la ceguera (han acogido a cachorros de perros
guía para educarlos) y se quedan a mi lado hasta que me acomodo en el asiento.
El viaje, así, transcurre tranquilo, con la ilusión de un nuevo encuentro con
mi familia y el regreso al pueblo.
A la llegada a Soria, con algo de retraso, me
aguardan mis padres. No nos veíamos desde principios de mayo. Me ven bien, con
buena pinta, buen color, buen tipo y porte.
Mi padre, a sus casi 84 años, nos guía al pueblo resistiendo
al paso del tiempo y practicando lo que para él siempre fue su pasión:
conducir. Mi madre, entretanto, me cuenta novedades, pocas, ya se sabe: “la
mejor noticia es que no haya noticias”. Recibimos una llamada de mi hermano que
nos transmite una triste noticia: ha fallecido, de forma fulminante, un chico
del pueblo a sus 51 años mientras cogía setas en un monte bilbaíno. Quedamos
afectados.
Yo les cuento mi experiencia en la Feria del Libro del día
anterior y lo a gusto que cené en excelente compañía, lo mejor: amistad,
encuentro y tranquilidad.
Llegamos sin tiempo para nada más que recoger las cosas, cambiarnos
la ropa por otra más cómoda y comer esas delicias que mi madre, ah las madres
con su maestría y su amor por los hijos, me tiene preparadas.
La tarde es buena en lo climatológico. Saldré cogido del
brazo de mi padre, recorreré las calles en dirección al campo, a saludar, es mi
símbolo, a ese chopo centenario del río Manzano.
Me saludan con cariño, me siento bien.
El domingo celebraremos mi cumple con la venida de mi
hermano, cuñada y sobrina Isabel. Susana estudia como una jabata los últimos
exámenes de su primer curso de Bachillerato. Toda una prueba de responsabilidad
y entrega.
El lunes por la mañana volveré a pasear con mi padre y por
la tarde, tras cumplir visita a una señora anciana y sus hijos, muy queridos,
retomaré viaje de vuelta.
El fin de semana mi pueblo estaba vestido de verde con sus
campos de cereal aún granando. Pronto se metamorfosearán en doradas mieses. Hay
buena cosecha, pero claro… hasta que no estén en el granero, nunca se sabe… el
pedrisco, el aire, la mala hierba…
El cambio de sonidos para mí, cada vez que por él paseo, es
espectacular: del ruido horrísono de coches, motos, obras, música estridente,
gritos; a trinar de pájaros, palabras amigas, silencio.
No puedo evitar emocionarme cuando piso su suelo y recorro
sus calles, plazas y parajes. No los veo, pero siento y recuerdo. Recuerdo que
por ellas paseé cuando aún veía, incluso fui en bicicleta, evoco momentos y
lugares. Paso delante de la casa donde nací, y por el cementerio donde, ojalá,
un día, me enterrarán para cerrar mi círculo de vida y muerte, mis pies
perciben texturas: adoquines, tierra, hierba.
Tomo cervecita con limón, a modo de vermut, en el bar que un
día fuera escuela y ahora es lugar de encuentros.
Ahora mi pueblo está bonito. Han arreglado las casas, han
colocado, incluso, monumentos en los que yo he puesto sentimiento y
dedicatorias, hay un fantástico parque arbolado donde pasar un agradable rato
en lo que fueron eras donde se trillaba el trigo y la cebada y la iglesia ha
visto restaurada su torre.
Nostalgia, emociones, alegrías y tristezas. Sensaciones de
un fin de semana sensacional. Tanto que hasta le he hecho una foto a mi padre y
el teléfono, gracias a una de sus aplicaciones, Taptapsee, me ha dicho: “hombre
mayor con caña de bambú”. Maravillas de la técnica.
Mi pueblo ahora está bonito. Mi pueblo, seguramente mañana,
quedará solo. Apenas va quedando gente. El mentidero que siempre fue la báscula
de la carretera ya lo está hoy, mientras que ayer, lo mismo que el banco de la
plaza, estaba repleto, tanto que no había sitio donde sentarse, de unas gentes, casi todas ancianas, hoy
muertas, que contaban sus “ya va el fulano por allá, ¿quién será ese coche que
baja por el Altillo o la Cuesta?”, hace frío o calor, ya nada es como antes”.
Y yo no pude por menos que compartir otra imagen: la de esa
estantería con libros que hay en la habitación donde siempre he dormido y que eran
con los que estudié. Ahí están, no los veo pero los toco y recuerdo.
Y tampoco puedo por menos que emocionarme al pensar que
habrá un día en que tampoco estarán mis
padres y que yo no tendré sus brazos para cogerme de ellos y pasear, para
cogerme de su entrega y cariño y saber que siempre he intentado ser digno hijo
de ellos.
Pero sí, vuelvo a este Madrid animado y feliz. Mi pueblo
está bonito, mi gente está bien aún.
1 comentario:
De vez en cuando hay que volver a los orígenes, viene muy bien. Un abrazo.
Publicar un comentario