Si el viernes os comentaba mis andanzas entre leones y
lobos, hoy quiero cerrar el círculo con la segunda parte de la historia, hablando
de mi fin de semana de viaje soriano para disfrutar de una actividad de
senderismo y cultura, enriquecimiento y amistad de la mano de la Asociación de
Ocio Inclusivo Igualar.
Salimos el sábado, camino Soria (como diría aquella mítica
canción de mi querido Jaime Urrutia) y una vez, dispuestos con pipís hechos y
gorras / cremas protectoras de soles meseteños, nos pusimos en marcha en pos
del Ucero y el Cañón del río Lobos, su ermita y Cueva Grande.
31 ciegos, si bien unos más que otros, y 4 monitores, emprendimos
la marcha.
Según las preferencias de cada cual, unos guiados por sus perros
guía, otros a su aire y otros más cogidos de las denominadas barras
direccionales (artilugio a modo de pértiga que se coloca en paralelo al suelo y
que conducida por una persona que ve sirve de apoyo y referencia a los 2 ciegos
que le siguen al tomarla con la mano), caminamos sintiendo una naturaleza
embriagadora con sonidos y olores en estado puro.
La ermita de san Bartolomé me atrapó con su Historia y sus
historias de templarios pudiendo tocar piedras e imágenes centenarias.
Y la Cueva Grande me sobrecogió con su sonoridad, su
misterio y sus formas de Gran Madre. No olvido la leyenda de Carmelo, el pastor
que fue raptado por un caballero áureo y cómo éste, días después, apareció
trastornado. La piedra caliza con sus humedades y formas se coló en mi
imaginación de fantasioso escritor.
De ahí no podíamos ir a otro paraje que no fuera un
merendero donde degustar lo que cada cual habíamos llevado y saciar así el hambre
que da el campo.
Por la tarde, se dio la ocasión de continuar camino hasta la
denominada Cueva de la Zorra, pero yo quise degustar un cafecito en buena
compañía en terraza y cultivar la sonrisa, y la amistad.
Cuando nos reagrupamos partimos hacia El Burgo de Osma para
el reparto de habitaciones y darnos un pequeño respiro.
Pequeño porque teníamos visita concertada en la catedral,
una visita que se alargaría por un tiempo de 2 horas, tales y tantas fueron las
explicaciones del buen señor que nos la explicó con todo lujo de detalles,
dejándonos tocar todo lo posible y dándonos detalles pormenorizados de todo lo
que allí hay, desde el Beato de Osma, códice del siglo XI hasta el sepulcro de
san Pedro de Osma o la capilla del beato Palafox.
Tras la cena, cierto que algo mejorable, y el descafeinado
de rigor, me fui a dormir. Otros hubo que se animaron a conocer la noche burgense
pero yo preferí descansar y estar tranquilamente.
Al día siguiente nos esperaba otro deleite de los sentidos
con la visita a Muriel de la Fuente y sus centro de interpretación, la Fuentona
y el sabinar.
Virginia, la guía fue excelente: sus explicaciones e implicación
así lo demostraron. Nos enseñó, y puso al alcance de nuestros sentidos,
elementos tan característicos de la zona como cuernos de ciervo o corzo, madera
de pino y enebro, setas como la yesquera y sonidos del bosque, desde la berrea
hasta los trinos del torcecuellos, el autillo o la cardelina.
Después de las explicaciones recorrimos la senda accesible,
ribereña al río Abión, hasta esa laguna natural que es la Fuentona.
Si bien me habría gustado disfrutar de todo ello en
silencio, el grupo lo hizo difícil, lo cual no impidió que esas ranas del
título, que ya lo habían hecho el día anterior, dejasen buena nota de su
croador canto de forma espectacular a lo largo de buena parte del recorrido.
Tuve ocasión de que Elena se acercase a conocer ese chopo, que
tanto significa para mí, el de mi pueblo junto al río Manzano, a través de los
que pudo tocar en la chopera que recorrimos de paso.
La guinda del viaje se dio en Calatañazor, ese lugar del que
siempre se dijo que fue allí donde Almanzor perdió su tambor. Un pueblo
plenamente medieval en medio del secano cerealista, rodeado de montañas, con su
castillo y su iglesia, con sus cuestas y su empedrado.
Allí fuimos recibidos por música tradicional de dulzaina y
tambor. Con su alegre acompañamiento de pasacalles, nos dirigimos al restaurante
donde gozaríamos de una excelsa comida mozárabe a base de platos árabes y
cristianos con nombres tan exóticos como el tabulé, el falafel, el cuscús; pero
en el que tampoco faltó el paté de conejo o el capón real terminando con té de
hierbabuena regado con pestiños. La miel fue protagonista en muchos de ellos.
Y eso sí, entre plato y plato tuvimos una clase didáctica de
instrumentos antiguos y música folklórica.
Resulta que hablando
con el músico que llevaba la voz cantante le dije que yo era de Fuentestrún,
que seguramente no lo conocería, a lo que me corrigió, con gran sorpresa por mi
parte, es más, me dijo que años atrás tocó allí y que se había enamorado de una
fuentestruna, qué cosas.
Terminamos la comida con un pasodoble. Elena me comenta,
entre risas, que cierto personaje cuyo nombre es Mirri la empujaba a decir “me irrita
que no me saquen a bailar” y que, en la otra oreja, un tal profesor Taco le
susurraba “te aconsejo que te jorobes y bailes sola”. Jejejejje. No sé si es
que se le había subido la miel a la cabeza por aquello de que nos pusimos
ciegos o es que se acordaba de cierto taller sobre la ira y las emociones.
La vuelta fue ligera y puntuales llegamos al punto habitual
de destino después de haberlo pasado fenomenal con ella y con demás compañeros,
aparte de traerme en la memoria el sonido del agua, los olores del espliego y otras plantas no olvidando,
por supuesto, ese concierto sinfónico que resulta del croar de ranas y trinar
de pájaros mil.
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