Si Jorge Manrique cantó aquello de que “nuestras vidas son
los ríos que van a dar a la mar, que es el morir” y Gerardo Diego creó un
magnífico romance al Duero, yo no podía dejar pasar la oportunidad de descubrir
esta ciudad de la que grandes amigos videntes tanto me habían ponderado con
entusiasmo.
Pasar los días de Semana Santa por allí, hacerlo bien
acompañado con Miguelito, Nuria y elena y luego poder contarlo.
Importaba poco que el viaje en autobús pudiera hacerse
pesado un miércoles santo o un domingo de pascua. Las horas las pasaría en
agradable conversación y lectura.
Importaba mucho el que la ilusión no faltara, el que
encontrara nuevos compañer@s de viaje, tal vez nuevos amig@s de los que
aprender. Íbamos un grupo de 35 discapacitad@s visuales y 4 monitor@s.
Pero aún más importaba que recorrería nuevos lugares hasta
entonces nunca conocidos por mí.
El prólogo a todo aquello lo ponía el reencontrarme con mi
buena amiga Pilar, la que fuera directora del parador de Ciudad Rodrigo, volver
a verla después de años, saludarla si quiera.
La cena en el restaurante La rúa de la villa mirobrigense
fue fantástica, con una rica tarta napolitana con sabor a canela como colofón.
Llegamos a las 4 de la madrugada, que eran las 3 hora lusa al
hotel, un hotel en Vilanova, confortable y con buenas atenciones aunque sus
ascensores prestaban a la confusión porque la planta 0 no se correspondía con
el hall y nunca sabías si estabas en una planta u otra por cómo te subían o
bajaban dependiendo de que lo hubieran llamado o no.
El jueves se preveía un día tranquilo tras la paliza de la
llegada: crucero por el Duero y sus puentes y visita al Museo del Transporte y
las Comunicaciones, sin olvidar la cena típica con el inevitable caldo verde y el
bacalao a brass, con el fado como acompañamiento.
El viernes descubriríamos la ciudad pateando sus principales
lugares.
El sábado nos desplazaríamos a Guimarâes, la supuesta cuna
de Portugal.
Y el domingo culminaríamos la excursión con una visita y
cata a las bodegas Croft del afamado vino portuense. Con este programa cumplido,
regresaríamos a la cotidianeidad.
Y bajo todo esto deberíamos acercarnos a la Plaza de la
Batalla y la Calle Santa Catarina, el Mercado do Bolhao y la estación Sao
Bento, atravesar el Puente don Luis I o la Calle de las Flores, la de los
mercaderes, la ribera del Duero, el Palacio de la Bolsa, la catedral, el Teatro
Nacional, la Torre de los Clérigos y los míticos Magestic y Lello, en Oporto; o
el castello de Sao Manede, la capilla de San Miguel, el Palacio de los
Braganza, la rúa Santa María o la Plaza Oliveira y las murallas, en Guimarâes.
Pues bien, ¿qué me queda de semejante programa?
Que Oporto no cumplió las espectativas esperadas, ya se sabe
lo mucho que cambia el punto de vista de quienes ven a quienes no vemos, sin
duda, debido a la mala guía que nos tocó para recorrer la ciudad, guía a la que
únicamente le preocupaba destacar que los edificios todos eran de granito y en
color amarillo o burdeos, nada mencionó de posibles esculturas que acaso
pudiéramos haber tocado ni de anécdotas o leyendas propias de las que no se
mencionan en las guías. Además, en el crucero preferí charlar con Teresa acerca
del braille y la lectura en vez de escuchar una audioguía que puedo encontrar
en cualquier parte para saber la importancia que el río tuvo para la ciudad en
su desarrollo comercial por las bodegas de vino o el bacalao. Que en la Calle
de las Flores apenas si había flores y que las callejuelas cercanas al río son
incómodas y sucias. Que perdí toda una tarde en el Museo del Transporte viendo
coches y haciendo una simulación de programa de radio, tarde que podría haber
empleado en entrar a la catedral, montar en tranvía antiguo, tomar café en el
Magestic o pasear escuchando a ese río que allí muere, tras haber nacido en mi
Soria natal.
Claro que de Guimarâes sí me traigo una impresión más
favorable, una ciudad agradable, limpia y cargada de Historia con su Colina da
Pena, sus conventos e iglesias centenarias, sus plazas peatonales, su pequeño
río Ave, al que, ésta vez sí, siento cercano.
Oporto se me hace melancólica, lenta en el trato, decadente
en los edificios y calles, pero con ese aire de principios del siglo XX de un
esplendor comercial reflejado en sus confeitarias y cafés, y en su fastuosa
librería. Es como si el fado tiñera de gris la ciudad y la pintara en esos
tonos sepia de fotografías antiguas.
Cierto es, cómo no, que subí a la Torre de los Clérigos con
sus más de 240 escalones por mucho que el personal del enclave hiciera todo lo
posible porque desistiéramos de hacerlo. Los hechos demostraron que este
cieguito no se rinde fácilmente y que las vistas desde arriba se volvían
diáfanas, como el aire que daba en mis mejillas
Y más aún es cierto que, todo ese regusto amarguillo se
vería endulzado con los pasteis de nata, el vinito dulce y la emoción de estar
en un lugar mágico, la librería Lello. Aunque sólo fuera por haberla
descubierto, al fin, ya mereció la pena todo lo demás, un emporio de maderas
nobles, olores a aventura y fantasía, tacto cálido de libros y sillones,
visiones oníricas de un rayo de sol, tamizado por las vidrieras, coloreando la cubierta de un libro que podría
haber sido escrito por mí.
Más recuerdos… el músico callejero en la rúa das Flores que
nos enseña lo que es un címbalo, la amabilidad de Leonel, el camarero del Chef
Lapin que fue capaz de aprenderse los nombres de todo el grupo, el detalle en
Guimarâes por el que pudimos escuchar el carrillón de la iglesia de San Pedro a
una hora inapropiada (las 13.22), tanto
que alguien se asoma a una ventana extrañada de que tal hecho suceda, que al
son de campanas entona el himno de la ciudad y que pudiéramos tocar uno de los
pasos de la vía sacra (viacrucis) en la Rúa Santa María, , el acento andaluz de
Laura y la dulzura de su perrita guía, la camaradería con Miguel, los brindis
con las monitoras en la bodega, el sentirme partícipe de una imaginaria rueda
de prensa en la que los libros son protagonistas, en la que haya quien me diga
que tenía muchas ganas de conocerme en persona después de tanto tiempo en que
me leía, el que pida al camarero del hotel un licor de hierbas y me diga que de
eso allí no hay, que muuu muuu eso es para vacas, jajajaj…
No, no supe si el Duero moría en el Atlántico. No escuché su
agónico rumor, pero sí sentí la vida de la madera en las barricas de roble de
la bodega o en la escalera de Lello y en las piedras de la muralla de Guimarâes
o en los remaches del puente don Luis. Imaginé que Alfonso me explicaba su
estructura de dos pisos, su curvatura, sus arcos de sustentación y las leyes
físicas que equilibran las fuerzas centrífugas y centrípetas. Imaginación y
sueños, visiones oníricas, pisadas fantasmales, encuentros de domingo,
literatura y amistad. Oporto visto bajo la luz de los tonos rubís del vino
dulce y el dorado atardecer en una librería mítica.
Oporto, una ciudad a la que habré de volver para cumplir con
el sueño de subir a su tranvía que nos lleve hasta el Paseo Alegre, tomar un
rico café en el Magestic y penetrar en su Palacio de la Bolsa con su Patio de
las Naciones y su Sala Árabe.
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