Buena noche:
Hago un pequeño parón en mis vacaciones para, antes de
emprender esa metáfora de la vida que es el Camino de Santiago, compartir
contigo un nuevo cuento. Jejejej. Quizá no sea muy veraniego, pero espero te
resulte intrigante. Viva el misterio y la fantasía.
Un abrazo y gracias por seguir ahí.
La casa de la piedra mellada
-No lo duden, es una casa preciosa. No se arrepentirán.
Además su precio es inmejorable.
Una casa ubicada en un pueblo de montaña es lo que andan
buscando Nieves y Juan desde hace tiempo. Les gusta la vida sosegada del campo,
con sus silencios, sus paseos calmos, sus tonos puros y sus sonidos naturales.
El senderismo es toda una necesidad para ellos y, por eso, ya no les resulta
suficiente el practicarlo como excursiones sueltas o pequeñas aventuras
vacacionales. Quieren hacerse de un lugar tranquilo y sencillo, echar raíces y
saber que después de la vorágine urbanita siempre les aguardará el sosiego
rural.
Han mirado en distintas regiones y parajes más o menos
conocidos, más o menos bucólicos y parece ser que, por fin, han encontrado algo
satisfactorio.
Una aldea casi abandonada, pero con historias de gentes humildes,
posiblemente carezca de atractivos espectaculares como alguna cascada o bosque
paradisiacos. A primera vista, diríase que nada de valor tiene ese pueblillo
meseteño de secano y monte bajo.
Y, no obstante, desde que llegaron, vía Internet, se
prendaron de la plaza con la fuente y su chorrillo de agua lastimera, del
mentidero en el que algunos ancianos dejaban vagar sus miradas sin tiempo o el
pequeño bar que, otrora, fuera escuela.
Un cielo azul desvaído, unos campos marrón terroso, paja
dorada, espliego y romero constituían una paleta cromática de colores
esenciales y perfumes únicos, sin maquillar ni elaborar. Las noches estrelladas
sin mácula y los guiños de la luna
sonriéndoles por su valentía salían a su encuentro cada vez que dudaban o
sentían la perplejidad de los vecinos que no entendían su determinación.
¿Tendrían, acaso, algo que ocultar? Debían de ser muy raros cuando les daba por
querer comprar la casa de la tía Miguela. ¿Quiénes serían?
La casa de la tía Miguela, un caserón abandonado años atrás
al morir sus herederos, con las puertas y ventanas apolilladas, el tejado en
estado ruinoso y no digamos ya su interior.
Que sí, que era grande y que sus vistas eran inmejorables,
que su ubicación exenta les garantizaba intimidad y posibilidades: jardín y
pequeño huerto, cochera y mirador.
Y además, como bien se encargó de enfatizar el vendedor, el
precio era una ganga.
Le sacarían la piedra, la restaurarían a conciencia y la
dejarían como un pimpollo, confortable y acogedora.
Más de un año había transcurrido desde que firmasen los
papeles y encargasen el proyecto rehabilitador y qué duda cabía que el esfuerzo
había merecido la pena.
La recorrieron despacio, una vez terminada de vestir. La
sintieron suya, como si de una novia se tratase. Quisieron organizar una
pequeña fiesta de inauguración, invitando a quienes ese verano se acercaban,
curiosos, a contemplar la obra.
Dispusieron una mesa larga con diversas viandas de la
tierra: quesos, tortilla, torreznos y longaniza, jamón y migas, sin que
faltaran tampoco delicias dulces creadas por la mano experta de Nieves, gran maestra
repostera. Y todo regado con vino tinto recio, sangría, refrescos y sorbete de
limón.
Nada parecía poder empañar la magia de un día histórico para
aquellos forasteros, simpáticos y algo ingenuos hasta que habló el Ananías, uno
de los más viejos del lugar.
-¿He visto que habéis dejado la piedra mellada sin cubrir.
No sé si eso os traerá buena o mala suerte.
-¿La piedra mellada? No sabemos qué pueda ser eso.
-Claro, nadie os lo dijo, ¿verdad? ¿Queréis que salgamos un
momento a verla? Está en la esquina norte, la que da al cara el cierzo.
Entretando, la algarabía quedó en suspenso, como si la
electricidad siniestra de un mortífero rayo fuera a caer y destruirlo todo a su
paso.
Nada hubo que pudiera detener la curiosidad de los
anfitriones. Siguieron a aquél que les interpeló y, quién sabía, si les avisó.
Efectivamente, a media altura del zócalo, una piedra dura,
un sillar, tenía una grieta en su centro. Una especie de cicatriz, labios de
herida mortal. Primero Juan y luego Nieves la recorrieron con sus manos
curiosas. No se sabe si fue el uno o la otra quien las introdujo y al hacerlo,
se estremeció.
Al llegar al fondo, percibió cómo se humedecían los dedos
con un líquido pegajoso y caliente.
-¿Qué es esto, santo Dios?
-Hace muchos años, continuó el buen viejo, el verdugo de la
comarca afilaba su hacha en esta piedra, justo antes de dirigirse al patíbulo
correspondiente para ejecutar al reo que hubiera sido condenado. Se dice que
tanto afiló su hacha que llegó un momento en que ya no quedaba filo para seguir
cortando cabezas. Se cuenta que aquel día, enloqueció y asestó semejante tajo a
esta piedra que hasta de ella brotó sangre. Se sabe que todo aquel que ha
introducido sus manos en ella, las ha sacado empapadas y, aún más, que la casa
estaría maldita hasta que una mujer venga a desencantarla y liberar al pobre
Amós que, vaga extraviado por sus rincones. ¿Serás tú la llamada a hacerlo?
-¿Yo? ¿Bruja? Ja.
Nieves se ruboriza y sus ojos carbón se dilatan atónitos.
Pero si yo sólo soy una pastelera que endulza la vida a mis clientes. Qué
gilipollez. ¡Madre mía!
-Cariño, cálmate. Quién sabe si tus dulzuras serán capaces
hasta de conjurar ese mal. A mí, desde luego, que me embrujaste el primer día
que te vi, manchado de harina el delantal y con nata en las manos.
-Déjate de estupideces, Juan. Esto es serio. Con lo miedosa
que soy, ya sabía yo que algún gato encerrado tendría este chollo.
Un estruendo en la zona alta de la casa interumpió la
discusión de la pareja. Un escalofrío recorrió el espinazo de los concurrentes.
-Vamos, moza. No te acobardes.
Otro nuevo alarido atronó en el pueblo y por toda la casa
que parecía temblar de terror.
-¿Qué hacemos, cariño?
Una parroquiana se acercó.
-Soy la Toña, la curandera. Te sugiero, niña, que vuelvas a
meter las manos en la piedra. Anda, hazlo sin miedo. Acaricia la piedra y todo se calmará. Más aún deberías hacer.
-Yo ahí no vuelvo a entrar.
-No temas. Coge alguno de los dulces y tráelos, deposítalos
en la grieta. Tal vez…
Juan abraza a su mujer para darle fuerzas.
-Amor mío, no es una despedida, es una bienvenida. Estoy
seguro. Lo vas a conseguir. Déjame que entremos juntos, y si hemos de morir, lo
haremos unidos.
En el preciso momento en que atravesaron el zaguán para
tomar los dulces, un hombre se apareció ante ellos. Encapuchado y con las
cuencas de los ojos vacías, esquelético, se adelantó con las huesudas palmas
alzadas, implorantes.
-Tengo hambre. Tengo sed.
Quisieron huir y apiadarse del desgraciado, a un tiempo.
Venció su piedad, pero al adelantarse para ofrecerle comida, se alejó. ¡Era
inalcanzable!
-Deberemos probar con el consejo de la curandera. Anda, coge
la bandeja de suspiros de monja y llevémoslos a la grieta.
¿Eso hicieron? ¿Estáis seguros? ¿Creéis que pudieron salir
para cumplir con la misión?
Una noche larga, una mañana veraniega, una leyenda que
incrementó su misterio.
Shshshsht
Juan y Nieves nunca volvieron a ser vistos y ahora una
tupida hiedra espinosa cubre las paredes de la casa de la tía Miguela, una casa
que continúa deshabitada. ¿Querrías comprarla tú? Te la vendo, es muy barata,
es una ganga, un chollo, un pueblo pequeño… Una casa de pueblo, un lugar para
la paz. ¿Para la paz? ¿O para el horror? ¿TE atreves a responder?
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