Buena tarde de domingo agosteño.
Continúo con esta serie de cuentos protagonizados por los
valores. Si la pasada semana, el personaje principal era trasunto de Adela, el
de ésta lo es de mi querido Penacho, todo un ejemplo para mí. A él y a su nieta
se lo dedico. Con cariño.
Un abrazo de eterno aprendiz.
Relatos a la luz de los valores
Don ramón Oller y su insaciable sed de saber
Don Ramón Oller, a sus 70 años de edad no le importa que le
digan que ya sabe bastante, que lo sabe todo. No le importa porque está
convencido de que no es verdad. Su convicción es que el día en que deje de
saber algo nuevo, será el día que muera.
No le entienden ni los que han sido alumnos suyos durante su
trayectoria como catedrático de
Antropología Social y Cultural ni quienes le leen en el diario en que,
semanalmente, escribe una columna divulgativa acerca de ritos y folklore como
tampoco lo hacen sus familiares. Todos ellos creen que es hora ya de que se
jubile, de que deje de estudiar. No, no pueden entender que un hombre tan sabio
como él, que tiene publicados numerosos libros, que ha enseñado a tantos y
tantos estudiantes su asignatura insista en que debe continuar aprendiendo lo
que los distintos pueblos del mundo han ido acumulando en un bagaje cultural de
miles de años.
Don Ramón goza de una posición acomodada y, criados como tiene
ya a sus hijos, viudo como es y con el reconocimiento emérito del mundillo
académico e intelectual más destacado, habiendo incluso recibido menciones
honoríficas del más alto nivel, se empeñe en adquirir nuevos conocimientos, queriendo
estar al día de las novedades.
Pero es más aún. Resulta que ha decidido matricularse en la
universidad para empezar una nueva carrera. Lo ha pensado bien. Lo hará en
alguna que no puedan reconocerle y se inscribirá en una, muy alejada de sus
dominios antropológicos. Arquitectura es la elegida.
La sorpresa es mayúscula cuando le ven los profesores y
alumnos el primer día de clase. Nada tiene que ver con la pinta azorada de los
nuevos universitarios, con su juventud y energía. Parece un vejete trastornado,
con su boina, su barba canosa y su gastado traje. Se sienta en un lugar
discreto, no habla con nadie, se limita a tomar apuntes como buenamente puede, acostumbrado
como está a recoger lo que le han ido contando los indígenas que iba
entrevistando para sus tesis, las gentes mayores de los pueblos pequeños o sus
colegas.
Pero a don Ramón no le importa que sus compis de clase
murmuren sobre él. Lo que quiere es saber y saber más. Atiende como nadie las
explicaciones de los profesores y está dispuesto a ser el primero en presentar
los trabajos que les encarguen.
No, no es una cuestión de orgullo ni de locura. Es que no
puede dejar de aprender. No podría asumir jamás el resignarse a dejar pasar el
tiempo. Claro que eso de la nueva carrera…
-Papá, ¿no te habría valido con asistir a algún seminario o
conferencia? Vas a ser la comidilla de la facultad.
-Hijo, a mí eso no me importa. Sé que podría saciar mi sed
de conocimientos, escuchando cantar a los pájaros y jugar a descifrar su raza,
hacerme catador de los sabores del mundo y conocer sus matices y texturas,
memorizar nombres y nombres del universo con sus galaxias, parajes o lenguas.
Lo sé, pero no me basta. Necesito ser arquitecto.
-Pero, papá. Que a estas alturas de tu vida no vas a
construir ningún palacio ni catedral ni rascacielos.
-Que sí, hijo. Que ya sé que no voy a construir nada, pero
es que quiero ser arquitecto. Ya sé que no pego nada allí, que la gente murmura
sobre mí y todo lo demás. Pero, ¿es que acaso hago mal a alguien intentándolo?
Don Ramón siente que no le comprenden. Le da rabia que por
el hecho de que se salga de la norma, le critiquen incluso sus hijos. No
entiende por qué a quienes se dedican al culto del cuerpo no les critiquen y a
él, que quiere cultivar su mente con el abono del saber, sí lo hagan.
No lo entiende, porque él que toda su vida ha estado
aprendiendo, lo ignora todo sobre la envidia, la pereza o la calumnia. Y no es
que no haya tenido enemigos a lo largo de su vida. Cómo no haberlos tenido si
ha sido un hombre público a través de su cátedra, sus artículos y libros o sus
éxitos. Pero ha preferido ignorar a los mediocres para aprender de los
humildes, ha preferido ignorar a los envidiosos y calumniadores para apredner
de los generosos.
Van pasando los cursos y contra todo pronóstico don Ramón Oller
se gradúa como arquitecto. El graduado en arquitectura más viejo de la
historia. Se siente como el chiquillo que hace tanto fue, el día que recoge su
título. Nadie creía que lo conseguiría y, sin embargo, lo ha logrado. Es
verdad, le ha costado mucho mucho porque ya sus neuronas no funcionan como lo
hacían, su vista está cansada y sus manos temblaban a la hora de manejar planos
y diseñar con el compás y la escuadra. Pero todo lo ha sorteado con empeño y
determinación. Los profesores, admirados de su caso y más al conocer de quién
se trataba, sentían la necesidad de facilitarle la tarea a la hora de aprobar
las asignaturas, pero él les decía que quería ser como los demás alumnos.
Reconoció, no obstante, que eso de manejar complicados programas informáticos
no era para él, que él quería hacer las cosas con sus manos y su vista por muy gastadas,
casi tanto como los trajes con que se presentaba a las clases, que las tuviera.
-Papá, ya tienes tu título. Ya te has salido con la tuya.
¿Dejarás por fin de querer estudiar?
-No, hijo. Seguiré estudiando como comeré y beberé, como me
vestiré. ¿O es que quieres que me deje morir de inanición?
Don Ramón Oller se siente bien con su nuevo título. No le
importa que no le vaya a servir de nada, que vaya a quedar arrinconado en un
cajón. Lo esencial es que lo ha conseguido. Se siente vivo, se siente bien.
-Abuelito, ya lo sé todo. Sé que por las noches el sol se va
a dormir al cuarto de la ilusión y que el mar es una cama blandita en la que
duermen las sirenas y que las flores cuando ríen es cuando mejor huelen.
-Martita, ¿lo sabes todo? Yo creo que no.
-Abuelito, qué tonto eres. Cómo no lo voyh a saber todo, si
el osito de peluche con el que me duermo, me cuenta cuentos de duendes y
gigantes, de brujas y princesas, de manzanas mágicas y de árboles centenarios…
Don Ramón sonríe ante la ingenuidad de su nieta. Cree que lo
sabe todo a sus 5 años y él, sin embargo, a los 80, sigue creyendo que le queda
mucho por saber. Qué cosas.
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