Buena tarde de domingo.
Que estéis bien.
Feliz semana.
Cuidaos y soñad, soñad…
Los hombres de blanco
Los hombres de blanco confiscaron todo lo que tenía. Mi encerado y mis alicates, mis pinturas y mi papel de papiroflexia, mis juguetes y mis peluches.
Me dejaron desnuda, trémula de frío y angustia.
Los hombres de blanco decían que lo hacían por mi bien. ¿Mi bien? Mi bien era seguir en mi celda de cristal.
Lo rompieron todo, con violencia de monstruos. Me resistía, pero cómo habría podido vencerles. ¡Eran tan fuertes! Y yo tan débil, tan poquita cosa.
Se estaba tan bien en la celda… ¿Qué importaba que me ahogara? Más me ahogo fuera de ella, en el sitio donde me han traído ahora. Afirman que es el mejor sanatorio, pero ¡gritan tanto!
Yo era feliz con mi silencio y con mis tesoros.
¿Cómo me llamo? No lo sé, no lo recuerdo.
Dicen que me tome la medicación, pero yo no quiero. Me pinchan a la fuerza, me hacen daño. No quiero, no quiero, no quiero, daño, mucho daño. ¿Por qué? ¿Por qué? Quiero morir, morir, morir, morir.
Cuando vinieron, eso sí lo recuerdo, tarareaba la canción de Mambrú. ¿Quién me la enseñó? ¿Dónde la escuché? Nosotros no teníamos radio. Por tener, no teníamos de nada, ni siquiera, comida.
Mi madre me daba pan duro empapado en vino. ¿Era vino o era vinagre? ¡Era tan agrio! No sé. Luego me dormía, me dormía, me dormía.
¿Y papá? Papá se fue. Nunca más le vi.
¡No gritéeeeis! ¿Por qué gritan tanto?
Mamá también se fue. ¿Iría por vino?
Yo estaba tan bien, tan bien. Nada se oía. ¿Qué tenía en mis manos antes de que vinieran esos malditos señores de blanco?
Dijeron que un cuchillo. Pero si yo tan solo sabía hacer figuritas de papel.
Me chupaba los dedos. Sabían bien. Sabían dulces.
Dijeron que era sangre, ¡la sangre de mi madre! No, era vino, vino dulce. Tantos años dándome vinagre y, por una vez que probaba algo dulce…
Los hombres de blanco vinieron y me apresaron. ¿Dónde están mis juguetes y mi encerado y mi papel de papiroflexia y mis alicates?
-Hija, no cojas el cuchillo.
-Mamita, es mi lápiz para pintar.
-Hija mía. Hija mía. ¿Por qué me haces esto?
-Qué bonita es esta pintura. Roja, qué bonita es.
-Servicio de Urgencias, buenos días. ¿En qué podemos ayudarle?
-¿Vengan deprisa. La Laura ha matado a su madre. Y miren que lo decía yo, que algún día ocurriría una desgracia. Nadie quiso hacerme caso. Ni los del Ayuntamiento ni los del Servicio Social. ¿Y ahora qué? El padre huyó. Qué cojonazos tuvo. Dejar a la pobre doña Encarna con esa loca, por mucho que fuera su hija.
-Laura, ¿necesitas algo? ¿No me conoces? Soy tu padre.
-Déjeme, váyase. No, no, no. Quiero mis peluches y mi papel de papiroflexia.
-Hija, ¿por qué mataste a tu madre?
-Quiero vino dulce. Déme vino dulce.
-Hija mía. No debí marcharme. Pero… ¿me comprendes? Soy tan viejo ya. ¿Por qué tuviste que matar a tu madre?
-Vino dulce, vino dulce, alicates, peluches, pinturas.
-Vamos, señor; ella no le escucha. Déjela.
Y un pobre viejo, vencido por los años y los remordimientos, sale del Centro de Internamiento de Enfermos Mentales. También él quiere morir. Ah, la muerte. La muerte, esa dama esquiva. ¿Por qué no vendrá?
domingo, 20 de octubre de 2013
Los hombres de blanco
Publicado por Alberto en 5:23 p. m.
Etiquetas: Relatos
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2 comentarios:
Qué dulce es el vino
que emana de tu cuerpo,
embriagador y meloso
como manjar del Párnaso.
Como salmodia al oido
supone a mi paladar
beber de tus escritos
la dulzura de tu tacto.
Triste historia la de esta muchacha, Alberto, nunca sabremos si enloqueció por el hambre o fue al escribir estos versos...
Saludos!!
Rosa, Figura, ah los vinos y los versos que enloquecen. Quién sabe. Fantástico complemento a este cuento que tanto gana gracias a tu genialidad.
Besitos de vino dulce.
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