Bulgaria: la encrucijada olvidada
2016 me lleva a un país desconocido
para muchos, pero muy atractivo en realidad. Un país como Bulgaria, lugar de
paso desde los albores de la Historia, si bien atrapado tradicionalmente entre
dos imperios: el otomano y el ruso.
Cuando me ofrecieron la oportunidad de
descubrirlo a través de mi viaje anual al extranjero, no dudé en que las
espectativas de aprender y disfrutar se verían plenamente cumplidas.
Recordé, entonces, las palabras de
Elias Canetti (1905-1994), que recibiera el Premio Nobel de Literatura en 1981
y que, aunque sus obras estén escritas en alemán, nació en Bulgaria: "No
se puede odiar a nadie al que se ha visto dormir." No sé, me parece algo
muy hermoso.
Así que me preparé para aprender algo
de ese país.
Supe que tiene una extensión de poco
más de 110.000
km²,y algo menos de 7.5 millones de
habitantes, que linda con Rumania, al Norte; con Serbia y Macedonia, al Oeste;
y con Grecia y Turquía, al Sur; mientras que al Este es el mar Negro su
frontera. Que tiene una gran diversidad geográfica, desde los picos nevados en
la cordillera de los Balcanes o en las montañas Pirin, hasta las cálidas costas
orientales del mar Negro. O que es allí donde se encontraba la Tracia previa a
los romanos y que es en Bulgaria donde se creó el alfabeto cirílico allá por el
siglo IX por los santos Cirilo y Metodio.
A
este país llegamos a mediodía del 26 de julio. Aterrizamos en el aeropuerto
Vrazhdebna donde nos esperaban para trasladarnos al hotel, justo enfrente del
parlamento y la catedral Alexander Nevsky.
Una vez instalados, como es propio,
dimos un primer paseo por los alrededores que nos llevaría a las iglesias rusa de
san Nicolás y a la ortodoxa de san Jorge, la más antigua de la ciudad, en esta
última tuvimos ocasión de asistir a una emocionante ceremonia en la que,
semejante al gregoriano, los oficiantes recitaban los textos cantándolos,
fuimos bendecidos por uno de ellos y vimos cómo se movían entrando y saliendo
del iconostasio, especie de panel de madera pintado con iconos que separa el
altar del resto de la iglesia; a unas ruinas de la Serdica romana tras
atravesar la sede del Ministerio de Educación. Después de recorrerlas sin que
nadie nos pusiera pega alguna, tocando incluso, columnas truncadas y salas
distintas; dirigimos nuestros pasos a la plaza Sveta-Nedelya y el bulevar
Vitosha. La primera impresión no podía ser más favorable: anchas avenidas y
plazas, jalonadas de parques y zonas ajardinadas, fuentes y pasos subterráneos
a modo de galerías comerciales.
Tan a
gusto estábamos que no pudimos hacer otra cosa que buscar una terracita para
tomarnos un refrigerio. De los bares que por allí había, Alfonso sugirió a
Paloma, el Happy Bar & Grill, un lugar muy agradable y, por cierto, que las
camareras lucían unas minifaldas que robaban la vista, claro, a quien la tenga,
que yo… nada de nada. Sufrido cieguito con su cerveza y nada más. Claro, y de
ahí a cenar algo, que llevábamos todo el día de acá para allá, aeropuertos
mediante. Y eso que los de LZB, la compañía aérea que nos llevó, tuvieron a
bien obsequiarnos con un bocadillo, bien que algo chicloso y café. Así que a
buscar otra terraza, qué temeridad. Casi no habíamos empezado a darle al diente
cuando cayó un aguacero que para qué contarte, tan hermoso como las camareras
minifalderas. Y nosotros sin paraguas, y sin otra opción que ir al hotel en
taxi, por cerca que estuviéramos de él. A ver cómo cogemos, no uno, si no dos taxis
y les indicamos en búlgaro dónde nos han de llevar. Bueno, no sé, el caso, es
que pillamos uno al azar y en él que nos metimos los cinco, aún no sé cómo, lo
mismo que tampoco sé cómo se entendió Alfonso con el generoso conductor. Total,
que ya estábamos a resguardo en el hotel. Y mientras nos ubicábamos en la
habitación y organizábamos el equipaje, quise recoger en una fotito lo que
quiera que se veía desde la ventana de la habitación para compartir lo que yo
tenía delante pero no veía: parece que una bonita estampa que reflejaba la luz
de las farolas en el suelo mojado y la catedral iluminada. Hasta dijeron que
era bonita y todo.
Al día siguiente, una vez saciados en
exceso a cuenta del desayuno, nos recogió Silvia, la guía que nos acompañaría
al monasterio de Rila y a Plovdiv durante dos intensas jornadas.
A 120 kms. De Sofia, en dirección a la
griega Tesalónica se encuentra el monasterio de Rila que fuera fundado en la
primera mitad del siglo X. Su historia está directamente relacionada con el
primer ermitaño búlgaro San Juan de Rila (Iván Rilska), que se estableció en la
zona y se dedicó al ayuno y la oración. El sitio original del monasterio estaba
cerca de la cueva que el santo escogió como residencia. Después de su muerte en
946, San Juan de Rila fue enterrado en la cueva en la que buscaba su
aislamiento. A través de los siglos el monasterio fue un centro espiritual,
educativo y cultural de Bulgaria. Con su forma actual, el Monasterio de Rila
data del siglo XIX, y la única parte del siglo XX es el ala este. El edificio
más antiguo del claustro es la Torre Jreliyova, que fue construida en el siglo
XIV (1335). La torre fue la fortaleza del monasterio, y también vivienda de los
monjes en tiempos de guerra. Toda la zona del monasterio, incluidos los
edificios de la iglesia, los residenciales y los agrícolas, se extienden sobre
una superficie de 8800 metros. Murallas de piedra de 22 metros de alto rodean
el amplio patio, el templo de "Rozhdestvo Bogorodichno”, la Torre
Jreliyova, el museo, los edificios residenciales y los agrícolas. Consta de
alrededor de 300 salas, 100 de las cuales son celdas monásticas.
La exposición del museo incluye
ejemplos del arte búlgaro y extranjero durante el periodo de los siglos XIV-XIX.
La pieza más valiosa es una cruz de madera con una exquisita talla en
miniatura, hecha por el Padre Rafael. El maestro tallador de madera llevaba
trabajando durante muchos años sobre ella, utilizando las mejores herramientas
y cinceles, y la terminó en 1802, cuando quedó cegado por el duro trabajo en
esta obra maestra. En ella se representan 36 escenas bíblicas, 18 a cada lado
de la cruz, y más de 600 figuras en miniatura.
Impresiona el entorno, el silencio
entre las montañas, la profusión de iconos que envuelven al visitante en un
ambiente de recogimiento y espiritualidad. Silvia nos los fue describiendo,
imaginé al creador de la cruz, dejándose los ojos en una obra increíble, dimos
un paseo por el claustro, casi desierto de turistas, nos sorprendimos con la
paradójica imagen de un sacerdote ortodoxo tradicional, con su larga barba y su
gorro, pero que ha sucumbido a la modernidad del teléfono móvil. Parece ser que
llamaba la atención por su altura, por su atuendo y lo extraño de verle con el
móvil.
De regreso a Sofia, paramos a comer en un restaurante bien pintoresco,
junto al río Rilska. Apenas si había nadie por lo que pudimos degustar la
sencilla, pero rica comida: ensalada de tomate con queso y, algunos trucha de
río, y otros una especie de salchichas o rollitos de carne picada para terminar
con un postre a base de yohgurt helado con frutos del bosque. Fue fantástico.
La tarde la reservamos para visitar a
pie los principales enclaves de la capital de los que me quedo con la inmensa
catedral con capacidad para 5000 personas, las fuentes termales, junto a la
mezquita Banya Bashi,, que manan agua caliente de manera natural, la sinagoga sefardí,
los puentes de los Leones y las Águilas, el Teatro Nacional Ivan Vazov, el
monumento a Vasil Levski, luchador por la liberación de Bulgaria en el siglo
XIX del imperio otomano o la gran estatua de Santa Sofía y, cómo no, alguno de
sus parques como el Jardín Boris.
Al día siguiente, tocaba conocer
Plodvid, la ciudad más antigua de Europa con una edad de 6000 años. Una ciudad,
construida sobre colinas a modo de Roma junto al río Maritsa en el valle de
Tracia. Durante la antigüedad los tracios habitaron el territorio entre las
tres colinas y construyeron un asentamiento fortificado que fue la ciudad más
grande de Tracia. En el siglo IV a.C. Plovdiv fue conquistada por Filipo de
Macedonia, padre de Alejandro Magno. Él le dio uno de sus muchos nombres, Philippopolis,
y la rodeó de gruesas murallas. Más tarde los tracios la reconquistaron, pero
después de una serie de batallas en el siglo I, la ciudad cayó en el territorio
del Imperio Romano. Durante el siglo II, Plovdiv (entonces llamado Trimontium)
fue residencia de Trajano y un importante centro regional. Estuvo en pleno auge
y había actividades a gran escala de construcción de edificios e instalaciones
y de carreteras. De aquella época quedan muchos restos bien conservados de una
ciudad próspera: calles empedradas, murallas, edificios, abastecimiento de agua
y alcantarillado. Trimontium creció tanto que trascendió los muros fortificados
y eso impuso la construcción de otros nuevos. Muchas de las partes de la ciudad
se situaron no en la colina, sino a sus pies.
Los ejércitos otomanos conquistaron Plovdiv en
1364, dándole una nueva orientación de desarrollo. La arquitectura bizantina
fue sustituida por un tipo completamente diferente de construcción, de
características típicas orientales. El nuevo nombre que recibió la ciudad fue
Filibé.
Durante el Renacimiento, fue un importante
centro económico. En la ciudad residían muchas personas adineradas y educadas
que viajaban por toda Europa. De sus viajes ellas traían no solo los bienes
exóticos, sino también las nuevas corrientes culturales. Los ricos comerciantes
de Plovdiv mostraban su bienestar mediante la construcción de casas hermosas,
ricamente ornamentadas, que se convirtieron en el emblema de la Ciudad Antigua.
Fue también un importante centro cultural y tuvo una importante contribución en
el despertar del espíritu búlgaro.
Me impresionó pisar semejante
territorio, saber que allí la Historia era protagonista. Cierto que pasear por
las calles empedradas y ascender a sus colinas resultó fatigoso, pero sin duda
que mereció la pena. Me traigo la visita a una de las casas de rico comerciante
de sedas, la contemplación del teatro romano y el saber que allí se recuperó de
la enfermedad que contrajera en su viaje del Transiberiano el escritor Alphonse
de
Lamartine y un par de curiosas
esculturas que pudimos tocar: la del chismoso que se toca la oreja con la mano
y que representa a un personaje real al que la gente siempre le preguntaba pues
estaba al tanto de la vida y milagros de la ciudad y la de un violinista muy
bien caracterizado.
De vuelta nos detuvimos a visitar la
bodega de vino Julia en la que degustamos una cata de un blanco afrutado y un
par de tintos a base de uvas pinot y mavrud. Cata que acompañamos con un queso
muy rico y un salchichón típico cuyo nombre es lukanka.
, Lo que quedaba de viaje, el viernes y
sábado, lo dedicamos a pasear por Sofia, incluso cogimos el Metro, que nos
sorprendió por su modernidad. Callejeamos hasta el monumento al ejército
soviético, una mole que representa a un soldado, fusil en mano, dominando a los
“pobrecitos” (entre comillas) búlgaros y que es objeto de disputas entre los
nostálgicos de la época comunista y los nacionalistas o el monumento al Trabi,
el coche del pueblo, hecho a base de fenoplast, un material creado con resina
fenólica, algodón y serrín.
Silvia, la guía, además de contarnos
todo esto nos relató su experiencia de la vida en tiempos del comunismo, algo
que también me impresionó de manera notable: hija de un ingeniero y una
traductora, escuchó de labios de su abuela cómo resultó herida en el atentado
de 1925 en la iglesia de Sveta-Nedelya, cómo de niña correteaba por el patio de
la casa familiar mientras el ambiente estaba impregnado de hortalizas naturales
y cómo de adulta sufrió la escasez de alimentos tras la caída del régimen en
1990 haciendo colas interminables para conseguir un poco de queso o una botella
de leche.
Así transcurrieron esos cinco intensos
días en los que mis sensaciones se enriquecieron con un entorno relajado por el
escaso bullicio que se escuchaba, tan alejado del habitual de otros destinos
turísticos, con el sonido del agua por doquier y el de las voces de sus
habitantes, mezcla de eslavo, turco y griego, sabores mediterráneos de
ensaladas y productos lácteos ricos ricos, texturas de piedras milenarias y
árboles centenarios que me llenaron de energía, ytolerancia religiosa que ojalá
fuera ejemplo seguido frente a los fanatismos que tanto parecen imperar hoy
día. La accesibilidad también tuvo su cuota de protagonismo, ya que los
semáforos son acústicos y se verbalizan las paradas en el Metro.
Bulgaria, encrucijada olvidada, deja en
mí un poso dulce y con ganas de regresar. Sí, regresar para seguir
descubriéndola y conocer su majestuoso Valle de las Rosas, sus montañas y
bosques, su acogedora hospitalidad. Puede que regrese, quién sabe. Entonces el
Orfeo tracio, heredado por los griegos, acaso salga a recibirme con su lira y
Homero le acompañe para cantarme las hazañas de quienes forjaron la historia y
el exotismo del que, al leer, nos hace soñar.
1 comentario:
Hola, Alberto.
Sin salir de Igualada yo también he estado en Bulgaria y lo he hecho de tu mano... Bueno, mejor dicho, he estado con tus explicaciones, porque un guía titulado no lo haría mejor que tú lo has hecho. Gracias por compartir tu experiencia y te felicito por ello.
He disfrutado con este viaje, jeje.
Un abrazo.
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