domingo, 13 de marzo de 2016

En un rincón de Madrid



Buenas noches dominicales
Respondo al reto que me lanzara el viernes mi querida Pilar, la niña de Burgos. A ver qué tal le parece, a ver si he cumplido. Jejejejje. Estas niñas… que le ponen retos al Albertito, cómo le gustan.
Feliz semana.

En un rincón de Madrid

Don Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Alfonso-Pimentél, príncipe de Anglona y marqués de Jabalquinto, desempolva su peluca rizada una mañana de marzo de 1840en el vestidor de su palacio. Es una manía que tiene junto a la de dar cuerda a los muñecos articulados de su gabinete. Muchos no entienden que no se la encargue a cualquiera de sus lacayos o doncellas pero a él le gusta hacerlo personalmente.
No lo imagina aún, pero ese día va a recibir una noticia inesperada del gobierno. Va a ser nombrado Capitán General de Cuba por lo que tendrá que dejar su querida Madrid y sus frecuentes paseos de caza por el Pardo. Echará de menos las relaciones con artistas e inventores. Sabe que en esto también es raro. Nadie de los de su clase se dedica a fomentar la creatividad en medio de las corrientes románticas de pasiones desmesuradas que tan de moda se han puesto de la mano de Larra, Espronceda o Bécquer. Muchas veces ha participado de incógnito en las tertulias literarias de los cafés como el Levante o el Parnasillo. Cuando lo ha hecho se hace llamar Perico Téllez.
Pero algo más echará de menos en su destino cubano. Eso será su jardín, al que mima con amor de madre.Cierto es que no puede evitar que hasta él se acerquen los pillastres de las proximidades a la Plaza de la Paja y es que tanto el palacio como el jardín se encuentran en un barrio de castizos y manolas, de gentes humildes, muy alejado del nobiliario Madrid de los Borbones. Qué se le va a hacer, ese palacio viene de antiguo y no se ha querido mudar. En el fondo se encuentra a gusto en él.
  Ah, su jardín, su rincón secreto con la pérgola y los laberintos de vegetación y coloridas flores. El rumor del agua que evoca los jardines árabes de la historia patria, los aromas infinitos de las plantas con nombre de rosas, gladiolos, espliego o tomillo, el tacto diferente de hojas leñosas y troncos alfombrados. Por él pasea, en él sueña, desde él imagina. Claro, siempre que no tenga que reñir a los mocosos que, no sabe cómo, o tal vez sí, interrumpen semejantes ensoñaciones sensoriales.
Se dice que si aún quisieran de su jardín algo más que corretear y vociferar, acaso no le importaría recibirles y hasta agasajarles con jícaras de chocolate y surtidos platos de picatostes. Pero qué puede esperarse de unos rapaces que apenas si tienen para comer y que están acostumbrados a sobrevivir, huyendo, corriendo, escapando.
Jesusito se ha levantado a regañadientes, como cada mañana. No irá a la escuela si no que tendría que llegarse hasta San Francisco el Grande y ponerse en la cola de los pobres para tratar de afanar algo que llevar a la casucha en la que malviven sus padres y cuatro hermanos, bueno, ahora son cuatro, podrían haber sido algunos más, pero murieron otros cuatro, víctimas del hambre y la mala higiene.
La Paca, su madre pone a calentar la olla a la espera de que llegue algo de carne más allá de los huesos de oveja o gallina vieja. Mientras, irá al lavadero para lavar la ropa que le den en los conventos. El Jesús, su padre, desollará las reses en el matadero, antes de llevarlas a rastras a los puestos del mercado, cerca de la calle Toledo, en lo que muchos años después dirán el Rastro.
Pero Jesusito, a sus seis años, no quiere ir a pedir a la iglesia. Es tan pequeño que siempre se queda atrás y nunca, o casi nunca, saca algo más que aburrirse y recibir pescozones y burlas.
Así, que decide merodear por el barrio. Hace buen día después de un invierno de mucho frío y hambre.
Entonces se topa con una verja de hierro forjado y una portezuela por la que colarse. Le atrae la aventura, le llama lo desconocido. Igual esa puerta le permitirá entrar en el lugar en el que nunca se pasa hambre.
Ya está. El lugar le gusta. Se siente bien. Da un paseo al azar. Le importa poco, qué puede importarle a un niño de seis años que nada tiene y que está acostumbrado a los golpes y las privaciones, qué sendero elegir de entre los que se encuentra ante sí. Es verdad que el sonido de la fuente le atrae, pero tampoco es para tanto. Hay muchas fuentes en Madrid y él conoce varias. Lo que de verdad, de verdad, le atrae es el grueso tronco de un árbol misterioso. No sabe qué nombre tendrá, pero le gusta, lo siente como amigo.
La copa es muy alta y frondosa pero lo que le fascina es que en la base del tronco,, junto al musgo, hay otra especie de puerta. Otros dirían que no es más que una cicatriz de rayo o tajo de hacha. Cómo evitarlo. Y mira que está flacucho, pero se arrastra para franquearla. Ya está dentro. ¿Qué hay allí?
Eso no lo sabe este humilde escritor. Lo que sí sabe es que cuando quiera salir no podrá. Está atrapado y siente miedo porque escucha cada vez más cerca pisadas rotundas de hombre mayor. Además escucha a ese hombre mayor refunfuñar y jurar. Tiene miedo aunque igual, como es tan pequeño, no lo descubre.
  -¡Y tú? ¿Qué haces ahí, mocoso del demonio? ¿Es que no te vas como el resto de tus compinches?
-Señor, no me pegue. No soy malo. Es que… me he quedao atascao. Mis papás me pegarán si no vuelvo pronto a casa.
-Anda, chiquillo. Dame la mano que te ayudo.
Y el hombre de Estado, noble de cuna y eterno aprendiz de vocación, don Pedro, ya con el nombramiento en el bolsillo del gabán, hará algo que nunca creyó que haría.
Se apiadará del Jesusito, le escuchará y aprenderá a querer después de que, entre hipidos y tartamudeos, le cuente sus cosas. Esa tarde el chiquillo llevará para sus papás y hermanitos golosinas y carne buena.
Más aún, nunca el príncipe de Anglona se olvidará de él y se ocupará de que Jesusito reciba la mejor educación, destinará una buena cantidad de reales para que el niño, el día de mañana sea alguien. Cuando regrese de Cuba y sea nombrado, hasta su muerte en 1851, director de la Real Academia de Bellas Artes de san Fernando, velará por el futuro de aquel chiquillo que una tarde de marzo quedara atrapado en el tronco del roble más antiguo de su jardín.
Si hoy visitamos este desconocido rincón de Madrid, acaso nos encontremos con aquel árbol centenario. Quién sabe. Igual, si ponemos oído alguna voz misteriosa nos cuente qué fue del Jesusito, qué vivió dentro de aquel tronco y adónde fue de mayor, ejerciendo de botánico.




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