domingo, 10 de julio de 2016

La misteriosa libreta de la tía Enriqueta



Buena noche de domingo:
Por fin, tras días de zozobra y falta de inspiración, eso que dicen Síndrome de la Página en Blanco, gracias, sin duda a vuestro empuje, y a la idea de Maché Hidalgo, aquí traigo un nuevo cuento. Espero te guste porque nace del corazón y transmite una gran verdad.
Un abrazo agradecido a tu paciencia y fidelidad.

Cuentos a la luz de los valores

La misteriosa libreta de la tía Enriqueta

En el periódico que leerá ese 3 de julio el bueno de Inocencio Ruiz va a encontrar una sorprendente necrológica. A toda página se recoge el suceso de la muerte de Enriqueta Oñate Rubio, a quien _añade el titular_ todos conocieron como la tía Enriqueta. Ha fallecido a los 90 años tras una larga enfermedad, rodeada de familiares y compañeras, en la residencia en que pasó sus últimos años, después de enviudar y ver cómo sus hijas no pudieron hacer otra cosa que ingresarla en aquel lugar.
Ante semejante noticia el espíritu de Inocencio, Chencho que fuera para aquella señora, se estremece de recuerdos y sentimiento.
Y es que una vez, Inocencio fue niño en un pueblo de la Castilla de Delibes y aquel pillastre que se dedicaba a bombardear nidos con su tirachinas y torpedear faldas de niña con palitos, conoció a aquella mujer de la que hoy se hace eco el diario de la ciudad a la que hubo de emigrar porque en el pueblo no había futuro para él.
 La tía Enriqueta, sí, aquélla que todos esperaban que llegara con su fruta bien sazonada junto a su marido, primero a lomos de un burrillo tordo con el carro y luego en la vieja  camioneta.
Pero no sólo era fruta lo que vendían la tía Enriqueta y el tío Manolo. También llevaban sardinas y algunos ultramarinos de Coloniales. Paraban en la plaza, al pie de la fuente y, una vez pregonada su llegada por la señá Tomasa, las parroquianas se apresuraban con sus canastos a comprarle por unas perras lo que necesitaran.
Los niños, y el Chencho con ellos, aguardaban al último momento por si les caía alguna sobra que llevarse a sus famélicas bocas: una manzana reineta algo pocha, alguna ciruela picoteada o un melocotón apedreado por el pedrisco. Esas naderías que nadie habría querido comprar ni siquiera aún poniéndolas a precio de ganga.
Sí, eso era lo que esperaban, y el Chencho con ellos, pero algo más había. Sí, una libreta misteriosa de tapas negras gastadas  que a él le tenía robado el seso.
¿Qué podía ser que contuviera esa libreta? ¿Cómo era que una señora tan aparentemente tosca pudiera escribir?
Alguna vez le preguntaba a su madre, a lo que ésta le respondía que posiblemente eran las cuentas de lo que le dejaran a deber o encargos para otro día. Eso era lo razonable.
Pero el Chencho no se conformaba, no lo hizo nunca, con lo razonable ni con las respuestas insustanciales de los mayores.
Un día, por fin, se atrevió a vencer el miedo que imponía aquella señorona con su moño alto, su delantal blanco y su recia voz de frutera y se acercó a ella.
-Tia Enriqueta, ¿me dejaría su libreta?
-Mocoso, ¿para qué quieres tú mi libretica?
-Es que.. no sé… a mí me gustan los cuadernos y las libretas.
-Ah, sí, ¿a santo de qué?
-Es que hago dibujos de las cosas y así las atrapo. De mayor seré pintor.
-Vaya. ¿Y has dibujado alguna vez mi mercancía?
-Bueno… su mercancía y a usté y al burrillo. Aunque me da vergüenza decirlo.
--Qué tunante. Si me lo enseñas, yo te enseñaré mi libreta. ¿Qué te parece?
-¿Pero… ya se va. Igual…
-El próximo día sin falta.
Chencho esperará al siguiente martes en que la señá Tomasa vuelva a pregonar que han venido los fruteros a vender a la plaza del pueblo. Esperará con su cuaderno bajo el brazo a que las parroquianas se marchen y a que el resto de niños se vayan con sus golosinas y entonces será él quien enseñe su mercancía.
Dibujos de niño hechos con lápices de colores, trazos infantiles con la maestría de adulto. Paisajes de río y juncos, de trigales amarillos y amapolas rojas, cielos azules jaspeados de nubes blancas.
La tía Enriqueta se emocionará al ver todo aquello. Lagrimeará cuando se vea retratada junto a su burrillo y a su libreta.
-Pero niño, ¿tú sabes lo que haces? ¿Lo saben tus padres?
-Bueno, ellos no. Usté es a la primera a la que le enseño esto. Y… porque me prometió que me dejaría su libreta.
Las gordas y encallecidas manos de la frutera alargarán la libreta con gesto tímido, con sonrisa callada de madre.
El Chencho la tomará en las suyas, temblorosas de niño, la olerá y acariciará, la abrirá y lo que verá le dejará atónito.
Inocencio ruiz, hoy, 3 de julio de 2012, se dispone a protagonizar la enésima inauguración de sus exposiciones pictóricas en la reputada galería de Arte Dionis Bennassar de Madrid, meca de pintores y fuente de negocios con el Arte como pretexto. Ya apenas si se pone nervioso al afrontar actos de semejante tenor, por grandes que sean.
Pero al leer la necrológica muchas cosas se han removido en su interior sensible de artista.
Aquel día en que la tía Enriqueta bendijo sus primeros dibujos infantiles regalándole su libreta fue el momento en que supo que sí, que un día él sería uno de los grandes. Eso sí, porque la tía Enriqueta también se lo dijo, tendría que estudiar y prepararse. No valía sólo con la intuición y el gusto. La muestra estaba en ella. Sí, en ella. ¿En ella?
-Buenas tardes, noches casi ya, señoras, señores, amigos que habéis querido acompañarme a este acto de inauguración en el que puede contemplarse una retrospectiva de mis bocetos de la Castilla de ayer y de siempre. Muchas gracias, pero permítanme que hoy dedique especialmente mis palabras a aquella señora que todos vieron siempre como a la frutera del pueblo en que nací pero que, en realidad, habría debido de ser una gran escritora. A ella le debo mucho de lo que hoy yo soy. Permítanme que les cuente un secreto. El secreto que me permitió comprender cuál es la verdadera esencia del Arte, independientemente de cuál sea su manifestación: es verdad, es importante estudiar mucho y trabajar más aún para obtener un buen resultado artístico. Pero nada de eso vale de nada, si uno no posee un alma sensible. Yo lo aprendí de una señora que vendía fruta en mi pueblo pero que en una libreta de gastadas tapas negras lo que escribía no eran insulsas o aburridas listas de morosos y encargos, si no historias de amor y magia, de sueños y libertad. Va por usted, tía Enriqueta.
  







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