Buena noche de domingo:
Por fin, tras días de zozobra y falta de inspiración, eso
que dicen Síndrome de la Página en Blanco, gracias, sin duda a vuestro empuje,
y a la idea de Maché Hidalgo, aquí traigo un nuevo cuento. Espero te guste
porque nace del corazón y transmite una gran verdad.
Un abrazo agradecido a tu paciencia y fidelidad.
Cuentos a la luz de los valores
La misteriosa libreta de la tía Enriqueta
En el periódico que leerá ese 3 de julio el bueno de Inocencio
Ruiz va a encontrar una sorprendente necrológica. A toda página se recoge el
suceso de la muerte de Enriqueta Oñate Rubio, a quien _añade el titular_ todos
conocieron como la tía Enriqueta. Ha fallecido a los 90 años tras una larga enfermedad,
rodeada de familiares y compañeras, en la residencia en que pasó sus últimos
años, después de enviudar y ver cómo sus hijas no pudieron hacer otra cosa que
ingresarla en aquel lugar.
Ante semejante noticia el espíritu de Inocencio, Chencho que
fuera para aquella señora, se estremece de recuerdos y sentimiento.
Y es que una vez, Inocencio fue niño en un pueblo de la
Castilla de Delibes y aquel pillastre que se dedicaba a bombardear nidos con su
tirachinas y torpedear faldas de niña con palitos, conoció a aquella mujer de
la que hoy se hace eco el diario de la ciudad a la que hubo de emigrar porque
en el pueblo no había futuro para él.
La tía Enriqueta, sí,
aquélla que todos esperaban que llegara con su fruta bien sazonada junto a su
marido, primero a lomos de un burrillo tordo con el carro y luego en la vieja camioneta.
Pero no sólo era fruta lo que vendían la tía Enriqueta y el
tío Manolo. También llevaban sardinas y algunos ultramarinos de Coloniales.
Paraban en la plaza, al pie de la fuente y, una vez pregonada su llegada por la
señá Tomasa, las parroquianas se apresuraban con sus canastos a comprarle por
unas perras lo que necesitaran.
Los niños, y el Chencho con ellos, aguardaban al último
momento por si les caía alguna sobra que llevarse a sus famélicas bocas: una
manzana reineta algo pocha, alguna ciruela picoteada o un melocotón apedreado
por el pedrisco. Esas naderías que nadie habría querido comprar ni siquiera aún
poniéndolas a precio de ganga.
Sí, eso era lo que esperaban, y el Chencho con ellos, pero
algo más había. Sí, una libreta misteriosa de tapas negras gastadas que a él le tenía robado el seso.
¿Qué podía ser que contuviera esa libreta? ¿Cómo era que una
señora tan aparentemente tosca pudiera escribir?
Alguna vez le preguntaba a su madre, a lo que ésta le
respondía que posiblemente eran las cuentas de lo que le dejaran a deber o
encargos para otro día. Eso era lo razonable.
Pero el Chencho no se conformaba, no lo hizo nunca, con lo
razonable ni con las respuestas insustanciales de los mayores.
Un día, por fin, se atrevió a vencer el miedo que imponía
aquella señorona con su moño alto, su delantal blanco y su recia voz de frutera
y se acercó a ella.
-Tia Enriqueta, ¿me dejaría su libreta?
-Mocoso, ¿para qué quieres tú mi libretica?
-Es que.. no sé… a mí me gustan los cuadernos y las
libretas.
-Ah, sí, ¿a santo de qué?
-Es que hago dibujos de las cosas y así las atrapo. De mayor
seré pintor.
-Vaya. ¿Y has dibujado alguna vez mi mercancía?
-Bueno… su mercancía y a usté y al burrillo. Aunque me da
vergüenza decirlo.
--Qué tunante. Si me lo enseñas, yo te enseñaré mi libreta.
¿Qué te parece?
-¿Pero… ya se va. Igual…
-El próximo día sin falta.
Chencho esperará al siguiente martes en que la señá Tomasa
vuelva a pregonar que han venido los fruteros a vender a la plaza del pueblo. Esperará
con su cuaderno bajo el brazo a que las parroquianas se marchen y a que el
resto de niños se vayan con sus golosinas y entonces será él quien enseñe su
mercancía.
Dibujos de niño hechos con lápices de colores, trazos
infantiles con la maestría de adulto. Paisajes de río y juncos, de trigales
amarillos y amapolas rojas, cielos azules jaspeados de nubes blancas.
La tía Enriqueta se emocionará al ver todo aquello.
Lagrimeará cuando se vea retratada junto a su burrillo y a su libreta.
-Pero niño, ¿tú sabes lo que haces? ¿Lo saben tus padres?
-Bueno, ellos no. Usté es a la primera a la que le enseño esto.
Y… porque me prometió que me dejaría su libreta.
Las gordas y encallecidas manos de la frutera alargarán la
libreta con gesto tímido, con sonrisa callada de madre.
El Chencho la tomará en las suyas, temblorosas de niño, la
olerá y acariciará, la abrirá y lo que verá le dejará atónito.
Inocencio ruiz, hoy, 3 de julio de 2012, se dispone a
protagonizar la enésima inauguración de sus exposiciones pictóricas en la
reputada galería de Arte Dionis Bennassar de Madrid, meca de pintores y fuente
de negocios con el Arte como pretexto. Ya apenas si se pone nervioso al afrontar
actos de semejante tenor, por grandes que sean.
Pero al leer la necrológica muchas cosas se han removido en
su interior sensible de artista.
Aquel día en que la tía Enriqueta bendijo sus primeros
dibujos infantiles regalándole su libreta fue el momento en que supo que sí,
que un día él sería uno de los grandes. Eso sí, porque la tía Enriqueta también
se lo dijo, tendría que estudiar y prepararse. No valía sólo con la intuición y
el gusto. La muestra estaba en ella. Sí, en ella. ¿En ella?
-Buenas tardes, noches casi ya, señoras, señores, amigos que
habéis querido acompañarme a este acto de inauguración en el que puede
contemplarse una retrospectiva de mis bocetos de la Castilla de ayer y de siempre.
Muchas gracias, pero permítanme que hoy dedique especialmente mis palabras a
aquella señora que todos vieron siempre como a la frutera del pueblo en que
nací pero que, en realidad, habría debido de ser una gran escritora. A ella le
debo mucho de lo que hoy yo soy. Permítanme que les cuente un secreto. El
secreto que me permitió comprender cuál es la verdadera esencia del Arte,
independientemente de cuál sea su manifestación: es verdad, es importante
estudiar mucho y trabajar más aún para obtener un buen resultado artístico.
Pero nada de eso vale de nada, si uno no posee un alma sensible. Yo lo aprendí
de una señora que vendía fruta en mi pueblo pero que en una libreta de gastadas
tapas negras lo que escribía no eran insulsas o aburridas listas de morosos y
encargos, si no historias de amor y magia, de sueños y libertad. Va por usted,
tía Enriqueta.
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