martes, 9 de febrero de 2010

La llamada

Por fin, aquí mi último cuentecillo.
Ojalá que siempre haya alguien que salga a vuestro encuentro para guiaros a la casa de la ilusión y la compañía.


Cuando te empeñas en quedarte a resguardo de los avatares en tu puerto seguro, no esperas ya que nadie te motive a abandonarlo. ¿qué sentido tendría renunciar a la comodidad cuando uno ha vivido tanto ya?
Al menos, así lo pensaba Eliseo Martín. Un hombre de edad madura que, tras alcanzar el éxito profesional, decidió dejarlo todo. Total, con lo que había ganado, para él, solo, le bastaría. No era hombre de grandes dispendios, una vez que había recorrido mundo, adquirido objetos caprichosos y su paladar había probado los más exóticos manjares.
Su discurrir diario transitaba por una monotonía plácida. Su paseo matutino, sus incursiones en la prensa general, su colación, sus lecturas, sus charlas de café.
Hasta que un día…
Sí, aquel día en que alguien le salió al encuentro. Y eso que, tentado estuvo de pasar de largo. Sería otro de tantos vagabundos, vendedores o apóstoles de la salvación. ¿Qué le importaban a él? ¿Qué le hizo, entonces, detenerse y prestar atención?
Era una figura anodina, gris, que no destacaba, ni alta ni baja en particular. Y, sin embargo, en cuanto posó la mirada en los ojos de aquélla, no lo dudó. Supo que estaba asistiendo a un momento clave en su existir.
Eran unos ojos profundos, dilatados, claros, llenos de fuerza.
-¿Quieres seguirme?
-¿Por qué habría de hacerlo? ¿Quién es usted para atreverse a interrumpir mi paseo?
-Ah, pero eso podrías averiguarlo tú mismo, si quisieras. Si te dejaras…
La frase quedó en suspenso. Se veía que aquella figura sabía cómo atraer tu atención. No tenía porqué escucharle, pero un magnetismo ignoto se me empezaba a hacer irresistible.
-Pues, usted me dirá. ¿Cómo quiere que sepa quién puede ser? No me recuerda a nadie conocido, no sé. Aunque, por otra parte, han sido tantas las personas con las que he tratado a lo largo de mi vida, que quizá en algún momento hayamos podido encontrarnos.
-¿No recuerda un mercado? ¿Un puesto de especias?
-Pues… no, no sé.
-Claro, ibas acompañado de una hermosa mujer a la que le querías regalar un tarro de esencia de jazmín. Creo que a ella le gustaba la filigrana del envvase, más que lo que pudiese contener. Y entonces…
-ah, sí. Entonces, un mocoso quiso que le protegiese. Huía de las autoridades porque había robado una sandía.
-Es que tenía hambre, mucha hambre.
-No sé qué hizo que me cayese bien. Pero juré a quienes le perseguían que aquella fruta tan dulce y apetitosa me la traía el pillastre por encargo mío. Que me parecía apropiada a mis gustos y que no tendría inconveniente en abonar el precio estipulado. Qué tiempos, jejej.
-Por medio de ese gesto tuyo me salvé de una buena paliza y quien sabe de qué más. Pero cuando fui a darte las gracias os vi tan distraídos que no quise esperar, no fuera que se arrepintiese mi bienechor. Mas antes de volver a correr a esconderme en las callejuelas de la ciudad vieja, me aseguré de fijarme bien en tu rostro. Estuve seguro, aquella lejana tarde de primavera, que algún día saldaría la deuda de honor que, sin tú imaginarlo, contraía contigo.
-Pero, ¿por qué ahora? ¿Después de tantos años? Yo ni me acordaba ya. Lo único que queda de aquella tarde es el sabor amable de la sandía. La mujer huyó de mí y el tarro de jazmín se rompió quedando en la nada.
Tuve suerte, me embarqué, supe granjearme el aprecio de los marineros y cuando, tras la tormenta, naufragamos, ayudé a llegar a la playa al gordo cocinero. Sólo él y yo habíamos sobrevivido. Lo que no podía esperarse es que aquel hombre, siempre despreciado de todos, objeto de burlas e insultos, pudiera ser, en realidad, quien me tendiese el puente a la más increíble de las riquezas.
-¿Riqueza? Yo no necesito ya casi nada, simplemente dejar que pase el tiempo hasta que llegue el momento de ser abrazado por la Anciana Dama.
-Sí, la mayor de las riquezas. El día en que, pasado el tiempo, nos despedimos para nunca más volver a encontrarnos, cocinó ingredientes sólo conocidos por él y me entregó dos cajitas. En su interior había unas porciones en forma de caramelo, las de la una, de color miel; y las de la otra, rojo. Las primeras darían sabor a reencuentros y las segundas, a ilusión. Eso sí, ambas, me permitirían saber buscar a quien quisiera regalarlas.
-Pudo haber pensado que te las guardarías todas para ti, que las consumirías sin quererlas gastar, si tan mágicas resultaban.
-Ah, nos habíamos llegado a conocer bien y la confianza nos cobijaba bajo su manto.
Esa misma confianza, al morir Liu Chan, que así se llamaba, me hizo saber esperar el rescate. Y, sumado a ella, el oficio que me enseñó. Me afinqué en una ciudad nueva, necesitada de emprendedores. Trabajé para compensar la pobreza de mi origen y luché por ayudar a chiquillos como yo. Pero, en medio de todos aquellos triunfos, cuidé de no olvidarte. Aquí estoy por fin. Supe de tus andanzas, de tus triunfos y de tus viajes. Conocí de tu soledad y de tu miedo y no pude esperar más. Creí que no querrías recordar. Más de una vez estuve a punto de llamarte, pero no lo hice, hasta hoy. ¿Quieres acompañarme? ¿Dejar tu tristeza disfrazada de comodidad y venir conmigo a compartir las golosinas de los reencuentros y la ilusión?
No pude decir que no.
-Vamos, ¿qué otra cosa he de hacer si no, yo que estoy tan solo?
Dos hombres caminan juntos por un pasaje que desemboca en una plazuela. En el centro de ésta, una pequeña fuente, en su derredor unos niños juegan y una pareja de enamorados se abraza. Ellos, entre tanto, entran en un discreto local, en cuyo pórtico puede leerse un cartel: “Caramelos y gominolas: un corazón en cada dulce”

1 comentario:

Mercedes Pajarón dijo...

Siempre hay alguien que sale al encuentro; por eso hay que estar alerta y saber reconocerlo...

Qué historia tan chula, Albertito! Me ha gustado mucho! Y si encima hay gominolas... miel sobre hojuelas! (aunque quede demasiado empalagoso)

Besósculos de feliz día!

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